lunes, 23 de julio de 2012

Ángel


- Toma, lo guardábamos para ti –dijo a Santi uno de ellos tendiéndole un porro.

Santi inspiró una penetrante calada y se lo ofreció a Ángel. Dudó un instante pero accedió porque se veía incapaz de defraudarle. Ésa fue la primera vez que probaba las drogas, aunque Santi no consideraba el hachís y la marihuana como tales. Esa noche arrojó un vómito espeso y ácido.

Los años del instituto se fueron deslizando bajo sus pies. Ángel era consciente de que él no gustaba en la familia de Santi. Ellos, pensaba, quizás ni siquiera supieran dónde se encuentra Fuenlabrada. Después de los años los porros terminaron por gustarle, se sentía uno más de esa pandilla de marginales, pero no accedió el día en que Santi sacó de su bolsillo una jeringuilla y una cuchara y quemó sobre ella heroína con un mechero. Ni siquiera la devoción que sentía hacia Santi y el deslumbramiento que le producía hicieron que se metiera el pico que le ofreció. Él sabía perfectamente a dónde conducía aquello.

Un enfermero vestido pulcramente de blanco le informó que ya podía subir a la habitación 202. Le indicó de manera amable que allí no estaba permitido fumar. Aplastó con la bota la colilla y comenzó a subir andando las escaleras. La puerta de la habitación se encontraba abierta. La luz del sol rasgaba nítidamente el pasillo. Santi estaba reclinado dentro de la cama. Los ojos de Ángel se nublaron cuando contempló aquel vestigio irreconocible de su amigo: los brazos desnudos se encontraban rectos estirados sobre el cuerpo y no eran más gruesos que un vaso de tubo; el pelo, antaño fuerte y ensortijado, había sido sustituido por una sombra que mostraba una orografía irregular en el cráneo; los pómulos se le disparaban de las mejillas. Le reconfortó ligeramente el encuentro con sus ojos oscuros, que habían conservado aquel deje suyo altanero.

- Me has encontrado.

- Tus padres no querían decirme dónde estabas.

- ¿Piensan que tú tienes la culpa? –Ángel no contestó-. Qué gilipollas –continuó Santi girando la cabeza y mirando hacia la ventana. Ángel observó que tenía el cuello salpicado de manchas oscuras.

- ¿A qué has venido? ¿A ver al ídolo caído?

- Santiago.

- ¡Te he dicho mil veces que no me llames Santiago! –gritó, y hasta ese momento Ángel no se apercibió que su voz no era más que el maullido ronco de un gato viejo.

- Quiero oírte decir una cosa –dijo Ángel tras una pausa-. Quiero que digas que vas a dejar la droga.

- Es la tercera vez que lo intento. No puedo –respondió Santi sin apartar la mirada de los cedros que se insinuaban a través de la ventana.

- No digas eso, sí que puedes hacerlo.

- Ya sé que tu hermano dejó la heroína, pero yo no puedo.

- Yo te necesito –sollozó Ángel-. Yo te ayudaré a que no vuelvas a caer.

Santi lo miró y se incorporó trabajosamente sobre la cama.

- Mañana no volverás a preocuparte por eso –dijo-. Mira esto, ni aquí es difícil de conseguir, manda huevos.

Introdujo la mano debajo del colchón y sacó una bolsita con un polvo blanco.

- Pura –sentenció-. Esta noche volveré s ser feliz, y esta vez para siempre. No, no digas nada. Si es cierto eso que sientes por mí, ahora mismo te darás la vuelta y te marcharas y no me lo impedirás hacerlo. No puedo más, Ángel, por favor.

Ángel contempló sus ojos, ahora rebosantes de una estruendosa súplica. Sacó del bolsillo su paquete de tabaco, lo dejó encima de la mesita y abandonó la habitación. 

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