El polvo del camino se abrazaba con pereza a los rayos del sol de aquel amanecer. Bajamos del coche con pasos demorados por el sueño y el calor que ya empezaba a notarse. Una música de rancheras envolvía el aire cargado del pueblo. Un hombre pequeño nos cerró el paso. Su andar titubeante y su andar arrastrado nos hizo suponer que se hallaba borracho. No supe discernir si su embriaguez se estiraba desgarrado desde la noche anterior o si se encontraba en un pleno y miserable apogeo matinal. Sin embargo, en su mirada se entremezclaban la turbidez del alcohol y una extraña fuerza que era capaz de penetrarnos. Apenas éramos capaces de entender su hablar balbuceante, únicamente comprendíamos algo así como que lo íbamos a encontrar, y un repetir incansable como una letanía:
- Me llamo Juan Vizcaíno.
Secretamente, los tres deseábamos que aquel hombre minúsculo y ebrio nos permitiera comenzar la búsqueda.
- No se pongan bravos -nos dijo mirándonos a los ojos-. Lo van a encontrar.
Iba vestido únicamente con unos pantalones blancos medio rotos que mostraban sin pudor unas pantorrillas morenas y sucias llenas de costras. Vi con repulsión que tenía podridos los dientes inferiores. Sujetaba con la mano izquierda un puro apagado y mordisqueado con avaricia.
- Lo encontrarán, pero tendrán que darme cinco mil bolivitas para poner unos espermas.
Juan Vizcaíno percibió mi cara de extrañeza.
- Cinco mil bolivitas para espermas para los santos.
Nos miramos los tres y tácitamente decidimos darle el dinero que nos solicitaba, más que nada para que se echase a un lado y nos dejara comenzar a buscarlas.
- Pero no lleven eso. Podrían sospechar –me advirtió con un tono enigmático a la vez que señalaba el rastrillo que tenía en mi mano.
- Sospechar, ¿quién? –pregunté.
- Los santos.
Dejamos atrás a aquel extraño hombre borracho, que manoseaba el billete de cinco mil bolívares que le habíamos dado. Empezamos a andar por la playa, dirigiéndonos al lugar donde presumiblemente deberíamos haberlas extraviado. Nos cruzamos con un niño al que ofrecimos dinero por su ayuda. Asintió de manera imprecisa y continuó su camino. Me quité las sandalias. Sentía cómo me hundía ligeramente en la playa. La arena se entrometía a través de mis dedos. El sol comenzaba a apretarme, se me enroscaba como una serpiente húmeda alrededor de la frente. Lamenté no haber traído las gafas de sol.
El pueblo comenzaba a desperezarse. De cuando en cuando se veían salir hombres con ojos legañosos, mientras que el puesto de arepas iba siendo frecuentado con moderación. Miramos hacia atrás y vimos que éramos seguidos por cinco niños. Sus rostros denotaban expectación y, a la vez, cautela. Andaban a una distancia prudencial de nosotros.
Por fin, llegamos al lugar donde habíamos aparcado la tarde anterior. Se habían borrado las huellas de los coches. Miré al mar, que rumoreaba de un modo que a mí me parecía burlesco, y me sentí desesperanzado, pensé que se encontrarían en el fondo del mar, como en aquella canción infantil.
- Por aquí estábamos ayer. Diez mil bolos para el que las encuentre –ofreció Pablo a los niños.
Hundí el pie en la arena y lo moví. Los ínfimos granos en deslizaban a lo largo de mis dedos, como si se estuvieran divirtiendo lanzándose por unos toboganes.
- Aquí –dijo uno de los niños, el mayor.
Le miramos sin comprender, pero las tenía en la mano.
- Aquí estaban –nos aclaró, señalando con la mano un trozo de playa con un gesto impreciso.
Pablo sacó de su cartera un billete de veinte mil bolívares, que entregó al muchacho que las había hallado, y otro de diez mil para el resto de sus compañeros.
Regresamos por la playa. Nuestro caminar era mucho más jovial, no podíamos desdibujar de nuestros rostros una especie de sonrisa boba, irracional. Un grupo de pescadores tiraban de un peñero para reintegrarlo a la arena de la playa. El sol cabrietaba alrededor de las ondas que producía la barca y hacía brillar las brazos morenos de los hombres.
- ¿Las encontraron? –nos gritó uno de los pescadores soltando la cuerda.
- Sí, aquel niño –le respondí señalando al muchacho que, tímido, empujaba la vista hacia el mar.
- Qué bueno. ¿No podrían darnos algo para una botella de ron, para la gente del pueblo?
Pablo sacó del bolsillo un billete de diez mil bolívares y se lo entregó.
Al llegar al coche, la música de rancheras había cesado. Preguntamos por la casa de Juan Vizcaíno, y nos indicaron que era la última. Entramos en un porche arruinado y marchito. Una puerta se abría como una boca, mostrando un patio.
- Pasen. Mi hermano está en el patio –dijo una mujer menuda.
Obedecimos y allí estaba Juan Vizcaíno.
- Las encontraron, ¿verdad? –nos preguntó con aquella mirada que se le resbalaba de ebria-. Vengan. Usted aquí, usted aquí y usted aquí –dijo mientras nos colocaba apoyados sobre unas piedras.
Un niño se acercó a nosotros.
- Vete para allá, déjanos –le ordenó el hombre, y continuó, bajando la voz, casi en un susurro-. Fue una mujer. Una mujer tuvo la culpa.
- ¿Cómo? ¿Que fue una mujer quien las perdió o que una mujer trajo la mala suerte? –pregunté.
Aquel hombre pequeño asentía sin mirarnos. Repetí la pregunta.
- Soy Juan Vizcaíno. ¿No podrían darme algunos bolivitas? –respondió melodiando la voz.
- Mi hermano es muy bueno. Viene gente de Mérida para verle y pedirle su ayuda. Lo que pasa es que toma mucho –dijo la mujer que nos había introducido en la casa.
Le dimos otros cinco mil bolívares.
- Pero no le den más, que es para puro aguardiente –añadió con resignación.
Al despedirnos nos abrazó a Pablo y a mí. En aquel momento no sentí nada especial, pero no he sido capaz de olvidar aquel rostro tostado por el sol y esos ojos enturbiados de alcohol.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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