sábado, 26 de abril de 2008

Te embrujo

No me extrañé demasiado cuando los pitidos de mi teléfono me rescataron de un sueño algo confuso: siempre he tenido un dormir muy precario y cualquier ruido, por ínfimo que sea, es capaz de devolverme a la vigilia. Por eso, insisto, no supuso para mí ninguna sorpresa el despertar cuando recibí el mensaje. Sí me alarmé, en cambio, al ver el nombre de la persona que lo había emitido. En la pantalla iluminada de un grosero verde pude leer, con los ojos aún adheridos al sueño, el nombre de Cristina.

Cristina era mi última novia, con la que había cortado dos años atrás, y cuyo número no me había resignado a borrar de la agenda del aparato. Pero mucho más me sorprendió el contenido del texto: “He logrado convencerlo. Nos vemos el sábado a las ocho en el hotel. No se te olvide llevarlo, por favor. Un beso”. Lo repasé una y otra vez, sin encontrarle ningún significado coherente, hasta que deduje con claridad que Cristina tenía que haber confundido el destinatario. Intenté recordar los amigos o meros conocidos comunes que pudieran rodearme alfabéticamente, pero no llegué más que a conclusiones a cual más absurda.

Volví a leerlo procurando enfocarlo desde distintos puntos de vista, pero seguía sin comprender nada, aunque dos mazazos me crujieron el alma. El primero de ellos fue el constatar que la cita con el desconocido se produciría en el hotel, un lugar acostumbrado y perfectamente ubicado para ellos. Imaginé que la persona que debería haberlo recibido sería un hombre maduro de pelo algo canoso, pero inmensamente atractivo y educado con el que se vería en la habitación de un hotel caro dos veces por semana, al que atribuí la apariencia física de Cary Grant. Tendría unos modales tan refinados como los de ella, a la que jamás había oído proferir una palabra malsonante, ni siquiera en los últimos meses de nuestra relación. El otro detalle que hizo que se me encogieran las entrañas fue la última frase. No era un hasta luego, ni tan siquiera besos, sino un beso. Yo conocía a Cristina, y sabía que cuando ella daba un beso lo daba en la boca.

Miré el despertador y observé que eran las cuatro de la madrugada. No sabía cómo actuar. Pensé que lo mejor sería responder e informarle que se había equivocado al enviarme aquel mensaje. Un arrebato de nostalgia me invadió al constatar que ella tampoco había eliminado mi nombre de la agenda de su móvil. Para preservar el anonimato encendí el ordenador y entré en la página web de Vodafone. Con dedos vacilantes escribí:”No puedo esperar. Nos vemos mañana a las ocho en el Roma. Te embrujo”. El Roma era una cafetería que se encontraba cerca de su casa donde en ocasiones habíamos tomado una copa. Empleé como despedida una fórmula que ella había inventado con la que finalizábamos nuestras conversaciones telefónicas. No podría afirmar porqué lo hice, si para indicarle de algún modo que yo había recibido aquel mensaje o para comprobar si ella seguía empleando con otros hombres aquellos detalles íntimos con los que habíamos especiado nuestra relación en sus mejores momentos.

Fui a la cocina y encontré encima de la mesa una caja de cartón con manchas de grasa donde languidecía una poción de pizza que me había sobrado de la cena. Mientras la mordisqueaba sin apetito intenté recordar la última noticia que había tenido sobre ella, y llegué a la melancólica conclusión de que prácticamente había sido aquel día que llamó a la puerta, impecablemente vestida como iba siempre, y entró en mi casa para recoger unos libros que aún permanecían olvidados en la estantería de la que hasta entonces era nuestra habitación. En ese momento me pregunté qué sería aquello que ese desconocido destinatario debería llevar a la cita de manera tan perentoria. Un pitido procedente del teléfono me sobresaltó. Era la respuesta de Cristina: “Perfecto. Yo a ti también”. Faltaban tres horas para que tuviera que salir de casa para dirigirme al trabajo. Decidí meterme en la cama, aunque sabía perfectamente que no iba a lograr dormir.

A las siete y media llegué al Roma. Me senté a una mesa desde la cual podía dominar con claridad la entrada a la cafetería. Pedí un café con leche y me lamenté de la decisión que había adoptado cinco meses atrás de abandonar el tabaco. Había comprado un periódico y ojeaba sin mucha convicción los titulares mientras interrogaba constantemente la entrada del local. A mi izquierda se encontraba un gran espejo de marcos dorados que me devolvía mi imagen reflejada. Pude ver a una persona de treinta y tantos años, con los ojos cansados y unas entradas ya algo más que incipientes. Me pregunté con aprensión si el hombre al que había devenido mancillaría el recuerdo que Cristina necesariamente aún debía conservar en su mente.

A las ocho menos cinco entró ella. Llevaba unos pantalones vaqueros negros desgastados y una gabardina de color indefinido de puro vieja y muy amplia, pero no lo suficiente como para ocultar un embarazo avanzado. Tenía el pelo recogido en una coleta aprisionada por una goma de color rojo; sin embargo, algunos cabellos se habían liberado y se le deslizaban alrededor de las sienes. Se acercó a la barra y pidió algo al camarero. Cristina miraba a un lado y otro de la cafetería, incluso paseó sus ojos sobre mí durante un instante, pero nada en ella delataba que me hubiera reconocido. Cada vez que se abría la puerta, dirigía su mirada allí, tal y como yo había hecho antes de su llegada. El camarero le trajo un vaso alto repleto de hielos y vertió sobre él una cantidad generosa de anís. Con una servilleta de papel me limpié los labios y me dirigí hacia ella.

- Cristina –la llamé.

Ella se giró y pude percibir que en un principio no había tenido la menor idea de quién era yo.

- ¿Qué haces tú aquí? –me dijo mientras miraba por encima de mí hacia la puerta.

Se apartó de la cara un mechón que se le había descolgado sobre la mejilla. Cogió la copa y le dio un gran trago. Me dio la desagradable impresión de que despedía un leve olor a sudor rancio.

- ¿Qué era eso que tenía que traer?

Un hombre de rasgos sudamericanos entró en la cafetería. Llevaba bajo el brazo una carpeta azul de las que suelen utilizar los colegiales. Cristina me miró entornando los ojos y un ligero temblor le estremeció la comisura de unos labios agrietados. Parecía que las lágrimas le iban a estallar de un momento a otro.

- Vete a tomar por el puto culo –me escupió mientras dejaba con violencia el vaso sobre la barra y se marchó a grandes pasos de la cafetería, chocando sin verlo contra aquel hombre de la carpeta azul.

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