lunes, 21 de abril de 2008

Que me parta un rayo

Javier acompañaba un día de otoño a su amigo Arturo a casa. Estaban hablando sobre la muerte, sobre lo casual que es estar vivo. Arturo se burlaba de él, ironizaba sobre ese pensamiento macabro, incluso bromeó llamándolo necrófilo.

- ¿Y por qué no? –le refutaba Javier-. Tú, tan cuidadoso como eres, tan prudente a la hora de cruzar una carretera, en cualquier momento podría venir un coche por aquí volando –e hizo un movimiento ondulatorio con el brazo- y atropellarte y dejarte tieso.

Javier no escuchó la risa de su amigo porque fue disuelta por las tres campanadas del reloj del campanario. No volvió a ver a Arturo hasta su funeral. Dos días después, a las tres de la tarde según el atestado de la Guardia Civil, al cruzar la carretera que rasgaba el pueblo se soltó el cierre a un camión que transportaba coches al concesionario del pueblo vecino y un Ford Mondeo rojo salió disparado y cayó encima de Arturo, aplastándolo. El único consuelo que tuvo, decía su madre entre lágrimas, es que el pobrecito no se enteró de nada.

La noticia afectó mucho a Javier, acababa de morir un amigo suyo, pero jamás lo hubiera relacionado con la conversación que habían mantenido unos días antes si no hubiera sucedido lo de Andrea.

Estaban tomando una copa en el bar. Habían bebido bastante vino durante la cena y se encontraban algo ebrios. Empezaron discutiendo de política, ella defendía la amnistía fiscal y él la atacaba con saña. El enfrentamiento fue bifurcándose como si fuera una serpiente mitológica. Se reprocharon comportamientos que habían tenido en el pasado. Javier apuró su vaso, lo estampó con fuerza contra la barra y escupió:

- Mira, Andrea, son ya más de las doce de la noche. Mañana madrugo y me estás poniendo de mal dios. Y, ¿sabes lo que te digo? –le espetó girándose desde la puerta del bar-. Que te den por el culo. A ti y al Montoro.

Dos días después, pasada la medianoche, Andrea, con una navaja herrumbrosa en el cuello, fue sodomizada contra la oscura pared del colegio. En la prensa leyó que Cristóbal Montoro había sido atacado por una panda de vándalos tras un mitin en Vic y que se encontraba ingresado en un hospital de Barcelona.

Después de llevar a Andrea un ramo de rosas, al salir de su casa, comenzó a relacionar sus palabras con los hechos que habían sucedido en los últimos meses. Sintió que el miedo le poblaba poco a poco por todo el cuerpo. Y se hubiera sentido menos atemorizado si no tuviera esa estúpida y soez manía que su madre había intentado corregir desde que era pequeño a base de zapatillazos. Javier, según su madre, tenía una boca que había que lavar con lejía. Cuando algo le enfurecía empezaba a jurar sin parar como un perro rabioso arroja espumarajos entre sus fauces.

Hace cuarenta y ocho horas estaba en casa jugando al mus con tres de sus vecinos de escalera. Lucas y él tenían una mala racha y estaban perdiendo. Javier miró sus cartas y tenía dos reyes.

- Órdago a pares –gritó Javier golpeando la mesa.

- Que no, no lo hagas –rogó Lucas-. Que nos sacamos muchas piedras. Que yo llevo la una.

- Da igual, órdago a pares. Tengo dos reyes.

- Que no, Javier, joder, que Mari es mano, que no es tan difícil que lleve lo que tú.

- Cojones, que no los lleva. Que me parta un rayo si tiene dos reyes. Órdago. ¿Lo veis?

- Claro –dijo ella y descubrió dos reyes.

- Te lo dije, joder, te lo dije.

La cara de Javier comenzó a empalidecerse.

- Bueno, da igual –amainó Lucas-. Que nos dan la revancha.

Javier se levantó de la mesa y empujó la silla.

- Fuera, fuera de aquí –les ordenó-. ¡Coño, que os vayáis!

Cuando se marcharon sus amigos se dejó caer en el sofá y rompió a llorar. Miró el reloj y murmuró:

- Es jueves y son las siete de la tarde. Me quedan dos días de vida.

Al día siguiente consultó en internet qué tiempo iba a hacer el sábado en el pueblo. No terminaba de tranquilizarle el ver el mapa de España completamente moteado de pequeños soles, como el rostro de un niño enfermo de una varicela amarilla. Aquel sábado no salió a la calle. Solamente escuchaba sus latidos que se acompasaban con una precisión enfermiza con el tic-tac del reloj de pared. Las horas se arrastraban con pereza. Por fin, el carrillón dio las siete fatídicas campanadas. Se asomó con temor a la ventana y miró al cielo, y una lágrima le recorrió la mejilla al ser herida por los rayos de un sol glorioso. Se sobresaltó por el ruido de unas voces que se aproximaban. Poco a poco, su calle fue tomada por una decena de hombres que reían y coreaban algo. Javier se sentía tan alegre que quería compartir su júbilo que le ahogaba con aquellos desconocidos. Abrió la ventana y gritó:

- ¡Qué pasa, amigos!

- ¿Que qué pasa? –respondió un hombre de barba canosa que llevaba a su espalda un mochila-. Que hemos ganado, hemos ganado, tío. Cero dos.

Todos comenzaron a botar y a exclamar:

- ¡Vallecas a primera! ¡Vallecas a primera!

El hombre con el que había hablado Javier sacó de su mochila un cohete y encendió la mecha con una cerilla.

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