lunes, 21 de abril de 2008

Metro

Hilario, lo primero que hacía cuando diariamente se sentaba frente a los monitores era dejarse desplomar sobre la silla giratoria y emitir un resoplido bovino. Se desabrochaba el botón superior de la camisa y con la hoja de turnos se abanicaba mecánicamente. Le gustaba desplazarse por su mínimo cubículo subido en su silla, apoyando los pies sobre cualquier objeto sólido e impulsándose con fuerza. Un regocijo irracional le poseía cuando chocaba el respaldo de su silla contra la pared y los archivos, emitiendo un sonido de trueno que permanecía reverberando en el cuartucho, extinguiéndose poco a poco. Era la única manera que había encontrado de estrujar el tiempo hasta que su reloj diera las siete y media. Hilario siempre había agradecido como un mágico regalo la puntualidad impenitente de aquella mujer del abrigo azul. Todos los días, a las siete y media en punto, aquella mujer caminaba con pasos desganados por el andén. En ocasiones, cuando el metro se demoraba más de lo acostumbrado, ella se paseaba por el pasillo mientras iba mirando disimuladamente el interior de las papeleras. Hilario la veía alejarse, para pocos instantes después contemplarla aproximarse al objetivo de la cámara. A veces extraía de alguna papelera un periódico arrugado y comenzaba a ojearlo con desgana, y cuando la fortuna le brindaba la página de un crucigrama, sacaba del bolso enorme un bolígrafo y la veía rellenando las casillas. Cuando llegaba el tren volvía a meter el periódico en la papelera y subía al vagón.

Hilario al principio la llamaba secretamente “mi amiga”, aunque pronto la precisó nombrándola Raquel, igual que su madre. En ocasiones, mientras resolvía el crucigrama, miraba a la cámara e Hilario veía sus ojos, unos ojos grandes y oscuros. Pensaba que aquella conexión entre sus miradas también era percibida por ella, pues, aunque al principio provocaba un súbito rubor en sus pálidas mejillas, pronto percibió que aquellas miradas se hicieron más frecuentes, y sus labios se aligeraban y su boca describía una tímida sonrisa. Ella volvía a su crucigrama y escribía letras frenéticamente en el interior de las casillas. Hilario adivinó que su Raquel estaba mandándole mensajes cifrados con el crucigrama. De ese modo, cuando subía al tren, él bajaba rápidamente y recogía la hoja. Se la llevaba a su garita, y con la ayuda de un papel y de un lapicero mordisqueado transcribía las letras que ella había escrito, y, ordenándolas de abajo a arriba y de izquierda a derecha, ya había descubierto la clave secreta, conseguía leer la historia de Raquel. Así, Hilario descubrió que ella siempre le había amado y que no se imaginaba felicidad mayor que la de pasar la vida a su lado.

Un día, cuando ella entró en el vagón descendió a toda velocidad. Tan diestro en la traducción se había hecho que ya no tenía la necesidad de usar ningún papel ni lápiz como ayuda para el descifrado. Leyó que su amor era imposible y que lo mejor era que no se volviesen a ver nunca más. Un nuevo metro se aproximaba a la estación. Lo último que vio Hilario fueron los dos enormes focos de luz del tren acercándose hacia él, hasta que finalmente se oscurecieron hasta asemejarse a los ojos de aquella mujer del abrigo azul.

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