Jaime entró con pasos apresurados en el zaguán del edificio. Eran las cinco de la tarde de un día nublado y todavía le quedaba un encargo por hacer, lo que le suponía volver a la pastelería, recoger la tarta, llevarla a la dirección indicada y regresar de nuevo a la tienda, donde le pagarían la cantidad correspondiente. Su estómago le roía con desesperación y en nada le ayudaba conocer el contenido del paquete que portaba cuidadosamente sobre sus brazos. Al pensar en la tarta allí guardada, la saliva le inundaba la boca, y únicamente esa honradez y rectitud que se había aplicado durante toda la vida le impedía rasgar el envoltorio y devorar aquellos deliciosos dulces cuya elaboración había observado con embeleso y cuyo aroma le había acariciado voluptuosamente el olfato. Ojalá pudiera dejar esta mierda de trabajo, cavilaba con desdén cada noche en una miserable habitación de pensión barata a la vez que calentaba con una resistencia eléctrica una sopa de sobre huérfana de fideos, y envidiaba las casas de obesos ricos a donde llevaba los pedidos.
Ese pensamiento insistente fue el que le llevó a sospechar de aquel encargo. No se trataba del usual barrio opulento, urbanizaciones compuestas de chalets custodiados por perros agresivos y ruidos de risas y chapuzones en las piscinas, sino que le recordaba dolorosamente a aquel en el que había nacido, con viejos edificios de ventanas cegadas por dos tablones en aspa y ancianas vestidas de negro andando encorvadas con pasos arrastrados, pero sobre todo se lo evocaba por ese olor a basura podrida y a orines corrompidos que insinuaban sus esquinas. El neón del portal zumbaba y se encendía y apagaba intermitentemente. Mientras subía hasta el tercer piso en un ruidoso e inquietante ascensor, observó que las puertas de los pisos se encontraban tachonadas de cromos de futbolistas y de pintadas obscenas. Dedujo con total clarividencia que en la pastelería debían haber anotado incorrectamente la dirección. La puerta de la casa donde debía ir se encontraba abierta y dudó si regresar sobre sus pasos, pero el hecho de constatar que si no efectuaba la entrega no habría dinero le indujo a entrar.
En el interior solamente se escuchaba el llanto de un niño. Un olor nauseabundo le atacó repentinamente sin piedad, y apenas pudo reprimir una arcada que le trepó por la garganta. Dirigió cautelosamente sus pasos hacia la única habitación que vertía algo de luz sobre el pasillo. Lo que vio en aquel cuarto le provocó tal sobresalto que se le cayó el paquete al suelo, y una enorme tarta de chocolate y frambuesa se desparramó sobre las polvorientas baldosas. Una niña de unos cinco años sollozaba desconsoladamente mientras acariciaba con una cadencia de letanía los cabellos estropajosos de la cabeza sucia de una muñeca. El resto del miserable juguete yacía a dos metros de Jaime. Pero aquel cuerpo desmembrado no era el único que reposaba en aquella habitación. El cadáver de una anciana se encontraba tumbado en el suelo con una posición incomoda incluso para un muerto. Su rostro denotaba un sufrimiento inefable y uno de sus brazos se hallaba anómalamente extendido y parecía que señalaba a la pequeña. Ella le miró con unos ojos enormes y azules titubeantes de lágrimas. Jaime se frotó las manos contra el jersey y con ambas manos recogió los pedazos de tarta que se habían esparcido por el suelo y los restauró al interior de la caja. Se acercó a la niña y se sentó a su lado. Un hilillo de moco le resbalaba alrededor de la comisura de los labios. Jaime lo limpió con su dedo índice.
Los vecinos los encontraron sentados en el suelo con la espalda recostada contra la pared, los labios subrayados de chocolate, comiendo en silencio una tarta de chocolate y frambuesa.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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