lunes, 21 de abril de 2008

Eulogio el Tomate

La luz llevaba ya al menos veinte minutos tamizándose a través de las cortinas de ganchillo cuando el gallo comenzó a cantar. “Este pollo cada vez se despierta más tarde. Buena fiesta se daría anoche el jodío con las gallinas”, pensaba Eulogio el Tomate cada mañana. Antes de levantarse estiró su brazo izquierdo y rastreó las húmedas sábanas vacías. Tantos años y aún no había sido capaz de desterrar aquella costumbre. Sentado sobre la cama se frotó enérgicamente los muslos con la palma de la mano y se incorporó con algo de esfuerzo. Cada amanecer le parecía que esto le resultaba más trabajoso. Vertió sobre la palangana un poco de agua y se lavó los ojos con dos dedos. Con la toalla se secó con golpecitos rítmicos y se miró en el espejo. Tenía el pelo blanco alborotado y se lo rascó con las uñas. El día anterior se había afeitado y recortado el bigote, decidió que en ese momento no le tocaba repetir. A sus años, barruntaba, la barba no le crecía tan fuerte y tan deprisa como cuando era joven, parecía que le tuviera miedo a la muerte, a la que siempre espiaba por detrás de su reflejo en el espejo. Vio colgada de la percha su gorra, una gorra negra que le había regalado su padre hacía ya más de sesenta años, un día de verano de plomo, en el que el sol fundía las meninges de las piedras. Él no era más que un niño, y cuando se colocó la gorra la visera ocultaba totalmente sus ojos, y para ver tenía que inclinar la cabeza hacía atrás. Sus amigos se reían de él, decían que le iba a cagar un gorrión en la boca. Aunque gracias a esa gorra y a la forma a la que estaba obligado a caminar fue como conoció a Laura. Ella estaba subida a un roble, sentada a horcajadas sobre una rama. Veía sus piernas libres y rumorosas, del color del cobre, y el viento le ondulaba la falda con pereza.

- ¿Qué me miras? –le espetó ella.

El sol le daba en los ojos y Eulogio percibió que los tenía verdes, como él. En todo el pueblo las únicas personas que tenían los ojos de ese color eran los Tomates, su familia. Se imaginaba la madera rugosa rascando los muslos de ella. Al llegar a casa le preguntó a su madre que si en España solamente tenían los ojos verdes los Tomates. Ella le frotó el mechón rubio que le lamía la frente y le dijo que esa era la manera de discernir a la buena gente, y que solamente en las personas de ojos verdes podría confiar.

Aquella mañana de finales de septiembre fue la primera vez que vio a Laura, y no volvió a encontrarse con ella hasta transcurridos diez años. Estaba sentado a la sombra de un olivo liando un cigarrillo. A sus pies, tan agotada como él, descansaba la vara de avellano. Todo el día vareando las ramas obcecadas y había recogido muy poca aceituna, los malos bichos habían mutilado los olivos sin piedad. El sol le caía lánguidamente sobre la cara y cerró los ojos mientras fumaba el cigarrillo. Notó un leve frescorcillo sobre la cara. Abrió los ojos y una muchacha montada sobre una mula le hacía sombra.

- ¿Qué me miras? –preguntó ella.

Sus piernas fuertes y morenas abrazaban el lomo del animal. Tenía los ojos verdes.
Dio una larga chupada a su cigarrillo y lo arrojó lejos de un capirotazo. La mula se barría la grupa con el rabo. Las mejillas de Eulogio se arrebolaron.

- ¿Quieres casarte conmigo? –preguntó él.

- ¿Por qué? –replicó la muchacha después de soltar una risotada.

- Porque sólo puedo confiar en las personas de ojos verdes.

Fue una de las bodas más recordadas del pueblo. Aunque en casa de los Tomates en ocasiones no había guardada ni una perra, nunca les había faltado de nada. Aquel día los parroquianos comprobaron una vez más la generosidad de la familia. Nadie conocía a Laura, pero todos estuvieron de acuerdo en que Eulogio había encontrado una auténtica hembra, incluso aquellas jóvenes a las que ese matrimonio les había hecho llorar en sus oscuras alcobas. Aquella mujer era mucha más hermosa que cualquiera de las del pueblo, y esas caderas generosas y rotundas le garantizarían muchos hijos fuertes y sanos.

Laura fue la única mujer que no se amilanó cuando los aviones comenzaron a sobrevolar bajo. Iban camino a la capital, a bombardearla, y ella seguía ayudando a su marido en la siega. Un día se presentaron los milicianos y recogieron toda la comida que se había almacenado durante el invierno y todos los animales estabulados. Cuando acabó la guerra, llegaron los nacionales y repartieron alimentos a los habitantes del pueblo. A todos menos a Eulogio, porque se sabía que su padre se cagaba en dios a la más mínima contrariedad, decían que no era de los suyos.

- Y, ¿cuáles son los míos? –se lamentaba Eulogio-. Los unos me quitaron y los otros no me dieron.

- ¿Te fijaste? –añadía siempre como si fuera una oración aprendida en la infancia-. Ni los rojos ni los de Franco que vinieron después ni ninguno de los del pueblo que nos denunciaron tenían los ojos verdes. Por suerte te tengo a ti.

Muchos años después, cuando ya había dejado de tener a Laura, lo que más extrañaba era la luz que pintaban sus ojos, que incluso en los momentos de agonía previos a la muerte, no habían abandonado el mismo fulgor que los de aquella niña que había trepado a un árbol y balanceaba sus piernas tostadas un día caluroso de verano.

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