El teléfono sonaba insistentemente. Yo sabía quién era. Tenía la frente apoyada en el frío cristal de la ventana. Afuera, las farolas mostraban intermitentemente cientos de agujas que se clavaban sobre la capota de los coches. Algunas personas corrían abajo, con la cabeza incrustada en los hombros. No sé porqué, la visión de esa gente me recordaba a pelotas de tenis que se desplomaban sobre la arena de la playa. Mi respiración empañaba la ventana, sumiendo intermitentemente en una espesa neblina la luz anaranjada y mezquina de las farolas. No sé en que momento me percaté de que el disco de Billie Holliday había dejado de sonar. La aguja iba y venía en un absurdo vaivén sobre el último surco del vinilo. Me acerqué al equipo de música y levanté con el índice el brazo de la aguja. Me asemejaba a un caballero que pasea del brazo de una dama que voltea con coquetería una sombrilla sobre su hombro. La volví a depositar sobre el disco. Cayó sobre una canción ya empezada. El teléfono volvió a sonar. Regresé a la ventana y de nuevo apoyé la sien sobre la ventana. Me dio una sensación desagradable de humedad que provocó que un escalofrío me galopara por la espalda. Un coche avanzó por la calle, produciendo un sonido de ola. Por un momento, tuve la impresión de que el vehículo se iba a detener bajo mi casa. Sin embargo, el coche prosiguió su camino y arrastró tras de sí ese rumor marino. Vi sobre la mesa un botellín de cerveza. La recogí y le di un trago grande. Ya estaba caliente. En ese momento, sobre la estantería, al lado de un altavoz del equipo de música, vi la foto. La cogí y la miré. Abrí un cajón y la guardé allí, debajo del mantel, aunque eso ya no importaba nada. Di otro trago profundo mientras me acercaba a la ventana. Exhalé el vaho sobre ella. La luz de las farolas se nebulizaba frente a mis ojos. Con el índice comencé a dibujar figuras geométricas: un círculo, un cuadrado en su interior y rompiéndolos una estrella judía. Borré todo con el puño. Notaba la nariz húmeda. Respiré más fuerte y escribí letras, iniciales de nombres.
Un coche rojo fue aminorando su marcha. En esa ocasión, sí que se detuvo justo debajo de mi ventana. Bajaron dos hombres. Mientras el conductor cerraba la puerta, el más bajo levantó la mirada. Tarareé la canción que sonaba en ese instante. El teléfono volvió a sonar, y en ese momento sí que pensé en responder, aunque al final decidí que ya no merecía la pena.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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