sábado, 26 de abril de 2008

La cucaracha y el armario

Marisol se ayudó con la cadera para abrir la puerta de la cocina. Dejó sobre la mesa las cuatro pesadas bolsas que había traído del supermercado y resopló. Sintió que le temblaban los brazos, parecía como si le recorriera una pequeña corriente eléctrica por ellos, le daba incluso ganas de reir. Se miró las manos y se vio los dedos morados e hinchados, con unos anillos blancos en cada uno de ellos. Otro día sin quitarme la alianza, se convenció.

Guardó debajo del fregadero el detergente en polvo y el suavizante para la ropa. Abrió la puerta de la nevera y un molesto zumbido afloró de su interior, como un moscardón dentro de su cabeza. Antes nunca lo escuchaba, siempre quedaba enmascarado por la costumbre que tenía Toni de enunciar los alimentos que le iba pasando para que ella los fuera guardando en el interior. Comenzó a colocar los cartones de leche, las latas de cerveza, una docena de huevos y el cuarto de queso fresco. Al menos, ya no apesta la nevera a queso podrido, se dijo mientras apoyaba la mano en los muslos y se incorporaba. Solamente restaban por almacenar las bandejas de carne. Decidió congelarlas, no sabía cuándo iba a cocinarla y no quería que se le pusiera en mal estado, como había ocurrido la última vez. Abrió la alacena para meter las bolsas del supermercado. Cuando las retiró la vio. Era una cucaracha. Estaba encima de la mesa. Tenía el cuerpo levantado sobre sus finas patas y a Marisol se le antojó tan enorme como un caballo. El insecto se hallaba quieto, únicamente movía de manera casi imperceptible sus largas antenas, parecía expectante a la reacción de la mujer. Las bolsas vacías se le cayeron al suelo, no sabía qué hacer. Se quitó el zapato y le dio un golpe fuerte, tal y como había visto hacer siempre a Toni, mientras ella salía de la habitación donde estuviera el bicho y le gritaba mátala. Cuando Marisol levantó el zapato vio a la cucaracha aplastada contra la madera de la mesa, aunque no se encontraba totalmente muerta, una de sus antenas se movía con dificultad. La golpeó una y otra vez, hasta que no quedó algo más que un líquido de apariencia viscosa y pequeños trozos del caparazón. Marisol se apoyó contra la nevera y se dejó deslizar hasta apoyarse en el suelo. Las lágrimas apenas le permitían volver a ponerse el zapato.



Toni dejó caer su abrigo azul sobre el sofá del salón y entró en el dormitorio. Depositó la maleta en el suelo y movió el dedo pulgar arriba y abajo sobre el seguro de la maleta. Las ruedas dentadas marcaron el número dos mil, era el año en el que había conocido a Marisol. Abrió la maleta y su hueco vacío le pareció una gran boca que bostezaba con un apetito atroz. Se frotó con fuerza las manos: en esa habitación siempre hacía frío, especialmente en los días de otoño, cuando el viento soplaba con fuerza y hacia retumbar la persiana y el aire helado resbalaba entre las junturas de la ventana.

Giró la llave de la puerta del armario y lo abrió. Toni fue intuyendo poco a poco un olor apagado a suavizante. Allí aparecieron abrigos, cazadoras, jerseys, camisas e incluso algún vestido. En la balda de abajo se encontró con la ropa de verano: bañadores, camisetas y polos. Las habían colocado ahí hacía dos meses, en silencio, reemplazando en las perchas las prendas calurosas por las de abrigo. Marisol lo había sacado todo colocándolo encima de la cama, y él se encargó de abrazar las perchas con la ropa y colgarlas en el interior del armario. La ropa se encontraba entremezclada, había prendas de ella y de él dispuestas azarosamente sobre la barra que sujetaba las perchas. Una sonrisa condescendiente se formó en sus labios al constatar que lo que predominaba era ropa de ella.

Alisó la cama deshecha y colocó sobre ella las perchas que sujetaban su ropa. Las apiló con cuidado, formando un abanico de modo que pudiera ver perfectamente qué era lo que llevaba cada una. Sacó seis camisas, cuatro pantalones y dos trajes. Se agachó y de las baldas inferiores cogió unos jerseys, dos pijamas, varias camisetas y el bañador. La última vez que lo había usado había sido ese verano, en San Sebastián, y su tacto áspero le hizo intuir que el salitre permanecía adherido a la tela. Nunca lo aclaraba después de bañarse, a pesar de la insistencia de ella, incluso le mentía diciéndole que ya lo había hecho. Cuando toda su vestimenta estuvo esparcida sobre la cama, se extrañó al comprobar que tenía allí una gran cantidad de ropa, nunca se lo hubiera imaginado.

Empezó a guardar las prendas en la maleta. Primero colocó las mayores y más mullidas: los jerseys, los pijamas y los trajes. Sabía que éstos se iban a arrugar, pero decidió que no le importaba lo más mínimo, los llevaría a la tintorería, se dijo. Continuó con los pantalones vaqueros y se percató de que con uno de ellos se había confundido y había cogido por equivocación unos de ella. Recordó el día que los compraron. Les había gustado a ambos el mismo modelo de pantalones. Aquel día Marisol llevaba una camiseta blanca, a Toni le pareció que estaba muy hermosa. Se divirtieron mucho, jugaron a ponerse el uno los pantalones del otro. Entraron juntos al probador y ella le decía: “Te marca un poco aquí”, mientras su mano presionaba con fuerza la entrepierna de Toni. Vio sus pantalones en el armario y los sustituyó por los de Marisol. Cuando terminó de colocar todo se sentó encima de la maleta para conseguir cerrarla. Se levantó emitiendo un suspiro y encendió un cigarrillo. El humo comenzó a revolotear por la habitación, enroscándose en la ropa del interior del armario. Se dirigió al salón y abrió la ventana. Afuera, un gato hurgaba con determinación en el interior de una bolsa de basura mientras unas hojas secas se arremolinaban a su alrededor. La oscuridad se había instalado y se agarraba con fuerza a los muebles. La luz naranja de de las farolas se abrió paso con dificultad, hasta que terminó dibujando con precisión los contornos de la habitación. Apartó a un lado su abrigo y se sentó en el sofá. No le apetecía encender la lámpara, siempre le había gustado ver cómo se incendiaba el cigarrillo con cada chupada que daba. Cogió el mando a distancia y conectó la televisión. Buscó encima de la mesa el cenicero, pero no lo encontraba. Finalmente, lo vio detrás de la lámpara, en la mesa que estaba a la derecha del sofá. Con el dedo índice fue cambiando de cadenas, adelante y atrás, adelante y atrás. En la pantalla se sucedían escenas de concursos, políticos dando mítines, video-clips musicales, gente discutiendo violentamente sobre rupturas de parejas. Apagó la televisión y recostó la cabeza contra el respaldo del sofá. Cogió su abrigo y se lo echó encima como si fuera una manta, dejando tan solo libre la mano que sostenía el cigarrillo. Unas sanguijuelas de humo nadaron hacia sus ojos y el frío le picoteaba con saña la nariz. Sacó el pañuelo para sonarse. Se levantó del sofá y cerró la ventana. Un súbito calor le agarró el rostro como una mano pegajosa, pero pronto el frío recuperó su imperio instantáneamente perdido. Apagó el cigarrillo contra el cenicero y fue a la cocina, llevándolo consigo. Le reconfortó mínimamente el calor que desprendía la base del cenicero, donde aún se revolvían unos rescoldos agonizantes. Vació la colilla y fregó el cenicero cuidadosamente, pasando a conciencia el estropajo por las superficies curvas con el fin de dejarlo completamente limpio. El agua estaba helada, al cerrar el grifo le dolían las manos y tenía las uñas moradas. Con una servilleta de papel lo secó, hizo una bola húmeda y la tiró al cubo de la basura. Pudo ver al fondo, rasgada en diminutos pedazos, una carta que le había escrito a Marisol hacía dos años, cuando él tuvo que trabajar tres meses en Atenas. Le resultó curioso el notar que no se acordaba exactamente lo que le decía. Cuando iba a apagar la luz de la cocina vio sobre la mesa una cucaracha pequeña. El bicho estaba quieto, parecía que le miraba, expectante a su reacción, sólo movía levemente sus desproporcionadas antenas. Con un movimiento rápido la empujó con fuerza con el dedo meñique. El insecto rebotó contra el cubo de la basura y quedó boca arriba, agitando frenéticamente sus patitas. Toni acercó su zapato para pisarla, pero finalmente decidió darle una patada. La cucaracha recuperó su posición natural y corrió velozmente hasta ocultarse debajo de la nevera.

Toni dejó el cenicero en la mesa del salón y volvió al dormitorio. La puerta del armario había quedado abierta, y una mariposa de perchas de colores abría sus alas en la cama. El fondo del armario había quedado lleno de huecos intercalándose con la ropa de ella. Se le asemejó a una enorme boca desdentada, a un viejo piano que hubiera perdido varias teclas en algún traslado. Vio un vestido largo negro, con lentejuelas subrayándole el escote, y dedujo que ése sería el vestido que Marisol pensaba ponerse la próxima Nochevieja. Con la mano apartó con fuerza la ropa de ella y la desplazó a la izquierda. En el gran hueco que quedó colocó, de una en una, todas las perchas de colores, todas muy juntas entre sí.

Sacó su llavero y se ayudó con los dientes para abrirlo. Extrajo las llaves de la casa de ella, la del portal, la del buzón y la del piso. Las depositó con cuidado sobre la mesa de cristal del salón, aunque rectificó y las dejó dentro del cenicero. Extendió el brazo de su maleta y salió de la casa. Al llegar a la calle, se preguntó si había cerrado la ventana del salón.

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