Juan giró con los dedos corazón y pulgar el objetivo de la cámara. Poco a poco, los contornos de aquel buitre se fueron precisando. Se sintió, como siempre que fotografiaba, un pequeño dios que conseguía que aquellas imágenes difusas ingresaran en el dominio de lo real. El buitre estaba subido sobre el antílope muerto, clavando sus garras sobre el lomo aún palpitante y lanzaba picotazos nerviosos sobre la carne tibia. Una especie de humillo serpenteaba desde las entrañas del cadáver. Juan se lamentó de no poder atrapar eso con su máquina.
Una nube cubrió tímidamente el sol y pareció que conjuraba un silencio plomizo sobre la sabana. La luz se filtraba entre la masa gaseosa y arropaba al carroñero y al animal muerto con un manto cálido. Podía ver una gota de sangre resbalando por el pico brillante del buitre. Juan comprendió que aquella iba a ser la mejor foto que iba a conseguir en ese viaje a Tanzania. La imaginó portada del National Geographic. Se limpió con la manga las gafas. Ajustó el objetivo y comprobó con intensa satisfacción que podía captar la diferencia entre el ojo de acero del buitre y la pupila inmóvil del antílope. Apoyó suavemente el dedo sobre el disparador. Una piedra cayó cerca del ave y la obligó a escaparse volando. Juan escupió una blasfemia y se levantó de un salto, cayendo su cámara al suelo. Un niño negro se acercó corriendo con un machete hasta el antílope. Cogió con sus manitas una pata y comenzó a cortarla. Juan se aproximó a él. Tenía la intención de darle una hostia. Al verle, el niño se incorporó y blandió su cuchillo contra él. El labio inferior se le descolgaba y vibraba de miedo, como agitado por aquella pequeña brisa que se acababa de levantar. El aire y las motas de polvo se le enredaban en los bucles oscuros del cabello. Tenía las manos manchadas de la sangre del antílope, haciendo brillar su piel como un atardecer en el desierto. Juan recordó que aquel día era catorce de febrero, San Valentín. Dos años antes, a esas horas, había estado comiendo una pizza con Bárbara y Juanito, abrasándose la lengua y riendo, igual que todos los catorces de febrero desde hacía siete años. Secretamente había lamentado siempre que el cumpleaños de su hijo hubiera coincidido con el día de los enamorados.
Juan destensó su puño.
- ¿Quieres esto? A mi hijo le encantaba –preguntó mientras sacaba una chocolatina de su mochila.
Con movimientos pausados la liberó de su envoltorio. Los ojos del niño no se apartaban del dulce y de las manos de Juan. Al tender la chocolatina, el pequeño apretó el cuchillo, mostrándolo inocentemente amenazador. Juan mordió un cuadrado de chocolate y dejó el resto en el suelo, dando unos pasos hacia atrás. El niño la cogió y de un salto se parapetó detrás del cadáver. Juan sintió un pudor infantil al verle devorar la chocolatina. Cuando acabó, el pequeño tenía los gruesos labios subrayados de chocolate. No pudo evitar una sonrisa al comprobar el contraste del chocolate deshecho y pegajoso y la piel oscura del niño.
Vació su mochila en el suelo. La hierba fresca se cubrió de más chocolatinas, caramelos, pequeños juguetes, una alianza de oro y una fotografía de su mujer y su hijo, sonriendo con ignorancia. El niño se sujetó el machete con una cuerda que usaba a modo de cinturón. Se acercó y clavó sus grandes ojos sobre todos los objetos desperdigados. Cogió la pata del antílope y, con los dedos sucios de polvo, chocolate y sangre, pinzó la foto. Miró a Juan y echó a correr, perdiéndose entre los árboles.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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