sábado, 26 de abril de 2008

Clic

La primera vez que Justo realizó una apuesta tenía tan solo siete años. Se encontraba acodado en el balcón con Raúl comiendo aceitunas y se jugó a que era capaz de acertar con un hueso en la calva de Pedro, el peluquero del barrio. Estaban a unos veinte metros de él. Justo se sujetó con fuera a los hierros carcomidos de la barandilla e impulsó todo su cuerpo hacia delante. Casi pudieron escuchar el sonido del impacto sobre el cráneo pelado. Justo se ocultó rápidamente en el interior de la casa y Pedro tan solo vio a Raúl, agarrado a la barandilla y con la boca abierta. El premio que obtuvo por esa primera apuesta fueron cinco duros que invirtió en gominolas.

Desde ese día decidió cultivar el arte de las apuestas, aumentando la cuantía de sus premios según iba cumpliendo años. Particularmente le gustaban los juegos en los que únicamente intervenía el azar. Dejó de ver a Raúl cuando a los veinte años se jugaron una mujer a la carta más alta. Cuando Justo levantó la sota de copas, su amigo cerró los ojos, apagó el cigarrillo con la punta de la bota y amagó una palmada sobre los hombros.

Justo, lógicamente, no siempre ganaba, pero sí muy a menudo, y compensaba con creces las ocasiones en las que se veía derrotado. Encontró así una forma sencilla de ganar dinero en los casinos y en las mesas de póquer. Pero pronto descubrió que donde se manejaban grandes cantidades de dinero era con la ruleta rusa. Nunca se hubiera imaginado la cuantía de las apuestas que se movían en ese juego. En seis meses y ocho partidas que disputó podría haberse retirado ya, era un hombre rico. Tal vez debería haberlo hecho. Sin embargo, percibía que para él ganar era muy fácil. No le movía ya el dinero, sino el bullir de su sangre cuando empuñaba el arma y la apoyaba en la sien, el sentir ese frío metálico sobre su piel y escuchar el clic después de apretar el gatillo.

Era una tarde de marzo cuando sonó su teléfono. Al otro lado se hallaba Mascarpone. Había organizado otra partida. En esta ocasión, su contrincante había ofrecido una cantidad importantísima de dinero, con la única condición de jugar solamente contra Justo y con dos balas en el tambor del revólver. Este hecho no le arredró lo más mínimo.

A las diez de la noche estaba sentado a la mesa del local donde solía jugarse la vida. Entró otro hombre, solo, y se sentó frente a él. Solamente tardó un segundo en reconocer en aquel hombre de pelo canoso a Raúl. Habían pasado más de quince años desde la última vez que se habían visto. Raúl no hizo el más mínimo gesto de reconocimiento. El juez colocó las dos balas en el revólver, giró el tambor con un movimiento enérgico con la palma de la mano y sorteó los turnos. Comenzaría Raúl. Cogió la pistola y la miró un instante. Dio una calada a un cigarro que le colgaba de la comisura y lo arrojó con un gesto displicente al suelo. Apoyó la pistola contra su frente y apretó el gatillo. Una detonación atronó la sala. El olor a pólvora se clavaba como alfileres en la nariz de Justo. El arma cayó encima de la mesa, frente a él. Recordó las hostias con las que Pedro había castigado a Raúl por el episodio de la aceituna. Recordó la única noche que se acostó con la mujer que había ganado a Raúl con una sota de copas, de la cual en esos momentos no recordaba ni su nombre ni su rostro. Justo cogió el revólver, lo llevó a su sien y apretó y apretó el gatillo hasta que cesó de escuchar el clic.

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