lunes, 21 de abril de 2008

Leche cortada

Marta se encontraba sentada en la taza del váter. En esos momentos maldijo con furia el instante en el que decidió tomarse aquel vaso de leche que obtuvo al exprimir hasta la última gota del cartón que languidecía desde hacía más de una semana en la nevera. Fingió que no despedía mal olor, que en ocasiones ya había bebido leche que llevaba tiempo abierta, no tenía tiempo para buscar otro desayuno alternativo antes de ir al trabajo. Tuvo que regresar de la oficina a su casa. Aquella era la tercera ocasión que se había visto obligada a visitar el baño durante aquel día. Después de defecar con premura se quedó sentada en la taza, descansando del exagerado esfuerzo al que había sometido a sus entrañas para aguantar el momento en que llegara a casa. Oyó un ruido sordo, como el de un saco que se desploma.

- ¿Paco? –preguntó.

Insistió y repitió esa llamada cada vez más angustiosa. Solamente era capaz de escuchar un murmullo balbuceante, igual que hacía cinco meses, cuando Paco sufrió su segundo infarto. Se odió a sí misma por pensar en un primer momento en aquel refrán odioso con el que su marido a veces bromeaba, haciendo gala de un cínico, aunque ella sabía que impostado, humor negro: “A la tercera va la vencida, chata”.

Marta se subió las bragas a todo correr y se bajó la falda. Notó cómo los restos de mierda se le adherían a las paredes de su ano. Al llegar al salón, vio a Paco agitando una pierna compulsivamente. Le desanudó la corbata para facilitarle la respiración mientras le acariciaba la cara, sollozando y repitiendo hasta la saciedad, como una letanía demente: “Mi amor, mi amor, mi amor”. No supo cómo, pero como si le hubieran abofeteado, se reintegró a la cordura y corrió hasta el teléfono para llamar una ambulancia. Mientras la esperaba, se percató de que el olor fétido de sus heces descompuestas se había ido instalando con disimulo por toda la casa. Recordó que había dejado la puerta del baño abierta y la cisterna sin descargar. Le habían enseñado que un masaje en el pecho era muy beneficioso. Cuando llegó la asistencia médica, Marta se encontraba dando golpes en el corazón de su marido. Los sanitarios entraron en la casa y masajearon el pecho del enfermo. Uno de ellos, el más gordo, hinchó repetidamente las aletas de su nariz carnosa, emitiendo un sonido como de olla a presión. La ambulancia tardó escasos cinco minutos en llegar hasta el hospital. Mientras su marido entraba a una sala de urgencias, un médico de pelo grisáceo con los labios agrietados le explicaba el estado del enfermo. Marta sintió un terrible picor en el culo y se rascó. Aquel movimiento le pareció que removía el nauseabundo olor que provenía de su piel sucia. Incluso pensó que el doctor había interrumpido brevemente su explicación, asaltado súbitamente por aquella miasma. Lo que Marta más lamentó fue el no haber llegado nunca a desterrar aquella costumbre que había tenido desde niña, que era el olerse los dedos con disimulo después de haberse aliviado la comezón del culo. Intentó luchar pero no lo consiguió, y vio cómo su mano derecha se iba acercando con un movimiento lento a su nariz. Volvió a lamentarse por haberse bebido aquel vaso de leche cortada, lo lamentó cuando escuchaba a aquel médico decirle que su marido se estaba muriendo mientras ella aspiraba aquel olor pestilente a mierda que emanaba de sus dedos.

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