lunes, 21 de abril de 2008

La pandilla de los filósofos

El día más feliz de la vida de Carlos fue aquel en el que sus compañeros del colegio le apodaron Platón. Hasta entonces nunca había sentido que formara parte de la pandilla de aquellos tres adolescentes de buena familia y excelsa cuenta corriente.

Al mayor de todos ellos le llamaban Savater, porque era rubio y se jactaba de hacerse más de una paja diaria en honor a Leticia Sabater. Roberto era conocido por Kant porque una vez fue sorprendido bailando frente al espejo vestido con una falda amplia y roja de su hermana Celia mientras observaba de refilón una película del Oeste. Finalmente, Mateo era Descartes, por su habilidad jugando al póquer. Se rumoreaba que su padre le había adoctrinado en las intimidades de ese juego mientras esquilmaba a los vecinos de su urbanización.

Carlos, dado su pobre currículo vital y el aún más mezquino de su familia se vio obligado a estudiar libros de filosofía. Leyó con inasequible interés los tratados de Aristóteles, los fundamentos sociales de Rousseau, los delirios estruendosos de Nietzsche. De la mayoría de ellos no entendió ni una palabra, aunque eso no desesperó su ahínco por aquellos sesudos volúmenes.

Carlos siempre recordará el día en el que el profesor de Filosofía, el señor Castillete, entró con paso seguro en el aula, se sentó a su mesa y pronunció con voz clara:”Caballeros, hoy vamos a hablar de Platón”. Carlos pensó en aquel momento que ésa era la primera clase que el señor Castillete no iba a impartir borracho. Comenzó explicando que Platón no era el verdadero nombre de aquel pensador, sino que era el apodo que había recibido debido a la anchura de sus espaldas. Añadió que el griego era calvo, gordo y posiblemente un invertido. La clase entera rompió en carcajadas y todos miraron a Carlos. Él no era calvo, solamente tenía catorce años, ni tan siquiera amanerado, mucho más lo era Roberto, pero era grueso como un buda. Sus condiscípulos se burlaban de él, le preguntaban que cómo era posible que su familia pudiera alimentarlo tanto como para gozar de ese volumen. Los ojos de Descartes, Kant y Savater le golpearon en su nuca rechoncha y pelada, y empezaron a canturrear en voz baja: “Carlos es Platón, Carlos es Platón”. Ese día fue el más feliz de su vida. Aunque él secretamente hubiera preferido que le apodaran Nietzsche, debido a ese mostacho guardiacivilesco que ostentaba y porque al menos había conseguido finalizar un libro suyo, no pudo evitar la sensación de que ya había ingresado de pleno derecho en la pandilla de los filósofos. Volvió a fantasear con la posibilidad, que en ese momento ya no contempló tan disparatada, de que un día no muy lejano Celia le mostrara con las mejillas encarnadas esos dos pechitos que empezaban a punzar sus camisas.

El pensamiento más profundo que Carlos enunció después de estrujarse las neuronas e intentar recordar sus lecturas previas fue: “No valemos más que una bala”, cuando fue a darle el pésame a Mateo al enterarse de que su padre se había reventado los sesos durante una sesión de ruleta rusa.

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