lunes, 21 de abril de 2008

El Búfalo de Detroit

Sonó la campana y el Búfalo de Detroit dio unos saltos sobre las puntas de sus zapatillas y golpeó repetidamente sus guantes entre sí. Recordó que diez días antes había cumplido treinta y ocho años de vida y once como campeón del mundo de los pesos pesados. Se vanagloriaba por estar considerado como el mejor boxeador blanco de la historia desde Jack La Motta. Hacía once años que no perdía una sola pelea, pero ese combate tenía que perderlo. Se encontraba en el quinto asalto y cuando Jackson Blue Eyes, aquel negro inmenso de ojos azules sentado en la tercera fila se quitara el sombrero, el Búfalo debía caer a la lona fulminado. Su cuenta corriente se dilataría con veinte mil dólares y un discreto y apacible retiro en Puerto Rico le aguardaría y sus problemas terminarían.

Bobby Doors, aquel enjuto negro de Boston de tan solo veintitrés años se acercó a él con los puños en guardia. El Búfalo se preguntó si ese muchacho estaría al tanto del acuerdo, o si tal vez cuando se desplomara simulando un K.O. alzaría los brazos y saltaría encumbrándose en la gloria y pensaría que él había vencido al legendario Búfalo de Detroit, campeón de los pesos pesados, vencedor de ciento doce combates por la vía directa, un boxeador que ni siquiera había caído a la lona ni una sola vez desde que se ciñó el cinturón de campeón. Aunque la pelea estaba decidida, el Búfalo había estado estudiando a su contrincante, su forma de pelear, el modo con el que le miraba, con los ojos reconcentrados en un punto de su frente, sus rítmicos saltos a derecha e izquierda. Le quedaba mucho por aprender, pensaba, aunque tenía un físico admirable: un pecho ancho, unos brazos poderosos, una buena movilidad. Pero no lo suficiente, ese niño jamás sería capaz de tumbarle, si él quisiera ni una sola vez le rozarían sus puños. Pero necesitaba dinero, había tenido una mala temporada en el juego y le debía muchos dólares a Malone. Además estaba ese asunto con esa putita negra, aún no la habían encontrado pero todo el mundo les vio juntos aquella noche. Malone le sirvió un bourbon y con unas palmadas en la espalda consoladoras le dijo que no se preocupara, que él podría arreglarlo todo a cambio de un favor que a él, con cuarenta años, tampoco le costaría tanto.

El negro le rozó la mandíbula con un directo de izquierda. El Búfalo giró la cabeza desviándose del golpe y miró a Jackson. Vio cómo sonreía. En la primera fila, las damas extendían un periódico y miraban la pelea a través de unos agujeros que habían practicado en el papel. Pensó que Bobby Doors tenía un buen futuro como boxeador, pero en esos momentos era mucho peor que él. Sus movimientos eran ágiles pero mecánicos, él ya sabía donde se dirigiría en cada momento. Quiso hacer la prueba: lanzó un gancho de derecha, su mejor arma. El bostoniano retrocedió y se llevó el guante donde había recibido el golpe. En ese momento podría haberle golpeado en el pómulo y haber terminado ya. Pero no lo hizo, necesitaba el dinero. El público gritó y aplaudió, todos salvo el negro de la tercera fila, que se removió en su asiento. El Búfalo se protegió con los brazos y bailó alrededor del otro boxeador. Decidió permitir que le golpeara. El guante impactó contra su rostro. Había sido un golpe fuerte, aunque mucho peores eran los de Chocolate Smith y jamás le humilló en el ring. El público calló y solamente se escuchó un pequeño murmullo. La gente le quería, él siempre había sido consciente de ello, tal vez fuera por ser blanco en un imperio de negros. Miró a Jackson Blue Eyes, que con gesto serio se quitó el sombrero de fieltro gris y lo apoyó delicadamente en el regazo. El reloj de arena había dejado caer su último grano, tenía que dejarse noquear. En ese segundo, transcurrió por su mente toda su vida: sus primeros años en un barrio periférico de Detroit, con su padre volviendo a casa cada noche agotado de su trabajo en una fábrica de coches, sus primeras peleas en lóbregos gimnasios, primero por cigarrillos y luego por un abrigo para su madre, su descubrimiento, su derrota tan solo por puntos contra el gran Sugar, su amistad con Sinatra, su gloria, su exclusivo apartamento en Beverly Hills, sus coches caros, las chicas fáciles, el póquer, sus mareos matinales, el bourbon, su ligero temblor en las manos.
Bobby Doors se aproximó y le dirigió un derechazo directo a la mandíbula. Él ya era viejo pero todavía era el campeón, era uno de los grandes de la historia del boxeo. Necesitaba el dinero, estaba en un buen lío, pero él todavía era el mejor, y eso nadie se lo podría quitar. Con un salto a la izquierda esquivó el golpe y lanzó un gancho al estómago de su enemigo. El bostoniano se dobló de dolor y el Búfalo de Detroit masculló una blasfemia y disparó su puño contra la nariz del joven. La sangre salpicó las hojas de periódico de las señoras de la primera fila. El cuerpo de Bobby Doors giró en el aire y se desplomó contra la lona con una percusión seca. El árbitro comenzó la cuenta atrás. El público jaleaba su nombre enfervorecido. El árbitro se acercó a él y levantó su brazo. Los flashes de los periodistas le cegaban los ojos, pero pudo ver como Blue Eyes se levantaba pesadamente y se dirigía al final de la sala. Antes de salir se dio la vuelta, le miró y se recorrió el cuello con su dedazo negro.

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