Mientras vivió mi abuela, todos los veranos íbamos a la casa del pueblo. Allí nos reuníamos, aparte de mí, mis padres, mis tíos, mis primos y mi tía Ángela. Mi tía Ángela era, como se solía decir en esa época, una moza vieja. Era la hermana pequeña de mi padre, y cuando yo preguntaba que por qué no se había casado, mi padre me respondía unas veces que por cuidar a la abuela y otras que por cosas suyas. Yo daba más crédito a esta última razón: ella no era como el resto de las mujeres que yo conocía. Si mi madre y tía Conchi eran ruidosas, habladoras y coquetas, ella era silenciosa, taciturna y vestía siempre de forma gris y apagada. Tenía dos aficiones: una era su loro. El pájaro se lo había regalado un antiguo y confuso pretendiente suyo que lo había ganado en una rifa de las ferias de agosto. El plumaje del loro constituía una explosión abigarrada de colores: el cuerpo era de un verde tan brillante como las manzanas ácidas que mi abuela siempre disponía en un cesto que colocaba en la mesa del comedor; las alas eran de un color amarillo salpicado de ocelos negros; su pico, grande y ganchudo, estaba rodeado de un subrayado rojo que le asemejaba a la boca de un payaso. El pobre animal vivía en una diminuta jaula herrumbrosa impropia para su tamaño. Su otra afición era la flauta. Había encargado de la ciudad una flauta, que ella siempre mantenía reluciente, y mediante un curso por correspondencia había aprendido a tocarla. Colaboraba con la economía familiar dando clases a algunos muchachos vecinos. Enseñaba en el desván. Mis primos y yo les espiábamos por la cerradura, ahogando las risas con la mano sobre la boca. Nos divertía ver cómo se colocaba por detrás de los niños corrigiéndoles la postura y la forma con que sujetaban la flauta.
Otro rasgo de ella que siempre apresaba mi atención eran sus guantes. Incansablemente llevaba guantes, en invierno y en verano, de día y de noche, por la calle y en la casa. Ella afirmaba que tenía las manos muy delicadas y que todo las dañaba: la cal del agua, la humedad de los anocheceres, el sol del estío, el polvo de los muebles, sostenía que cualquier cosa le provocaba una terrible picazón. Cuando nos acariciaba a mi primo y a mí en la cabeza, ambos nos confesábamos después que lo odiábamos, porque el roce de aquella tela sedosa y suavona de la que estaban tejidos sus guantes era más intenso que si lo hubiera hecho con la mano desnuda y parecía como si el sudor los traspasara e impregnara nuestros cabellos de un líquido aceitoso y caliente. Era muy gracioso verla tocar la flauta con sus manos enfundadas en unos guantes negros, moviendo vertiginosamente los dedos arriba y abajo sobre la barra bruñida y metálica del instrumento.
La ventana de su habitación siempre estaba cerrada, decía que a nadie de fuera le importaba cómo era su cuarto, que ya la dejaba abierta durante la noche para que se ventilase, que además era mucho más sano. Yo pensaba que el loro, al que apelaba Romeo, jamás había visto la luz del sol y su única ocupación era picotear fervientemente los barrotes de su jaula.
Por las noches nos sentábamos toda la familia para ver la televisión. Ni mis padres ni mis tíos se opusieron nunca a las escenas de sexo, y cuando había alguna en una película mi tía Ángela se removía en su silla, cruzando y descruzando las piernas, frotándose con violencia las manos enguantadas, mirando siempre el cesto de frutas, y disimulaba su inquietud levantándose y cogiendo una ciruela roja que mordía casi con furor.
Pese a su carácter seco y excesivamente sobrio, se solía mostrar con mis primos y conmigo cariñosa a su peculiar manera. Le gustaba comprarnos golosinas y tebeos, y todos los veranos nos llevaba al zoológico de la capital. A mí, por aquella época, me emocionaba todo lo relacionado con el mundo animal y disfrutaba enormemente de aquellas visitas. Ella solía concentrar su atención en los animales salvajes, yo la veía contemplar casi con embeleso las jaulas de los tigres. Solamente me pegó una vez. Debía yo tener unos ocho años, y Ruth los mismos, más o menos. Un día nos encerramos en el desván y yo le enseñé el pene. En ese momento abrió la puerta la tía Ángela con su flauta, y al entrar lo que miró en primer lugar fue mi entrepierna. Se acercó temblorosa hasta mí, con la frente inundada de gotas de sudor y me dio una bofetada con su mano enguantada. Aquella tarde la oí discutir con mi padre.El verano de 1.985 fue el último que disfruté en la casa del pueblo. Mi abuela murió durante el otoño siguiente. Coincidió también con el último verano en que mi tía Ángela impartió sus clases de flauta. Una mañana, Miguel, al que yo conocía someramente de jugar al fútbol en la plaza, bajó de tres en tres las escaleras del desván con lágrimas chorreándoles de los ojos. A los pocos minutos salió del desván mi tía con la mirada fija al frente, enfundándose su guante izquierdo y bajó lentamente los peldaños de la escalera. Nunca más volvió a acudir un niño a sus clases.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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