martes, 11 de diciembre de 2012

Igor Dolpoporov


Igor Dolpoporov posó encima de la manta a cuadros verdes y negros de la cama del hotel su bolsa de viaje. La abrió y comenzó a colocar escrupulosamente su neceser de aseo al lado del lavabo, sus pantalones anchos doblados sobre la silla y colgó sus camisas de colores imposibles en las perchas de alambre del armario. Cuando finalizó, en el interior de la bolsa tan solo restaba una pequeña caja de madera oscura donde guardaba la fotografía, un papelito de cuaderno escolar donde Irina había escrito con letras picudas y atemorizadas una dirección, y su pistola.

Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente. Mientras se caldeaba, se aproximó a la ventana y apartó con la mano la cortina. Frente al hotel, un cine aún somnoliento anunciaba una película que él no podía distinguir desde la altura en la que se encontraba. Se duchó casi con rabia, a conciencia, frotándose fuertemente la cara y el cuerpo velludo, arrancándose los últimos vestigios del largo viaje en autobús, fatigando media Europa, malcomiendo de bocadillos de pan amargo y queso rancio. Al salir de la ducha limpió con el puño el vaho adherido al espejo y se afeitó con la maquinilla que había sacado de su neceser, poniendo especial cuidado al recortarse las patillas.

Dudó entre las dos camisas que había traído, y optó por la naranja con rayas azules. Bajó a la calle, y anduvo hasta llegar a un parque. Se sentó en un banco y encontró en un bolsillo de su abrigo un trozo de pan duro. Lo trituró entre sus dedos y observó cómo palomas y gorriones acudían a picotear las migas entre sus pies. Sonrió al ver que los gorriones eran más astutos y lograban agarrar los trozos más grandes de pan. Un perro se acercó a él y le acarició la cabeza. El animal, agradecido, móvia el rabo con alegría y descolgaba su lengua. Una joven bonita con una correa roja llegó hasta el banco y llamó al perro, que se alejó con un trotecillo gracioso. Igor y la chica se miraron y se sonrieron. Él se fijó en que tenía los dientes un poco grandes y algo amarillentos, pero sin embargo le siguió pareciendo guapa.

Igor Dolpoporov se levantó del banco y decidió salir del parque. La noche había comenzado a instalarse en aquella ciudad extranjera. Recorrió de manera inversa los pasos que había dado desde que salió  del hotel, aunque lo hizo más demorado. En algún momento dudó e incluso erró el camino, pero no le importó, quería saborear esa hermosa ciudad que era consciente de que no iba a volver a ver más. Al llegar a la puerta del hotel, se giró y se dirigió al cine. En ese momento, se dio cuenta de que en realidad era un teatro. Ya se había formado una pequeña cola frente a la taquilla. Por un momento dudó si entrar a ver la obra, pero con buen criterio desistió, lo consideró inútil ya que no iba a entender una palabra. Optó por acercarse a la vitrina y observar las fotos de la representación. Se divirtió unos minutos intentando adivinar cuál podía ser el argumento de la función. Los personajes iban vestidos de época y, no sabía cómo, habían introducido un coche antiguo en el escenario. Había una mujer sentada al volante y sonreía y saludaba con una mano. A Igor le pareció que esa actriz era muy guapa.

Se metió las manos en los bolsillos y regresó al hotel. Al llegar a la habitación, con no poca dificultad ordenó por teléfono una hamburguesa con huevos fritos y patatas. Pasados unos diez minutos entró el camarero con el pedido. Era un hombre de unos cuarenta y tantos años. No sabía calcular exactamente su edad, pero desde luego lo juzgó más joven que él. Tenía un bigote negro poblado y una inquietante calvicie asolaba su coronilla. Igor sacó de su bolsillo un billete y se lo ofreció. El camarero se lo agradeció con un gesto solemne de cabeza que hizo que las gafas se le escurrieran por la nariz. Cuando salió del cuarto, cogió del interior de la bolsa que había traído de equipaje la caja de madera y la puso al lado de la cama. Dobló la almohada aumentándola con un cojín verde, se descalzó haciendo palanca con sus pies y se recostó. Apoyó la bandeja sobre su regazo y comenzó a comer con las manos desnudas la hamburguesa. Sacó la pistola y apoyó la culata en una mano y el cañón con la otro, sosteniéndola como si fuera un bebé. Ese tacto helado le produjo una sensación de bienestar de la que era huérfano desde hacía bastante tiempo. La volvió a reintegrar casi con ceremonia en la caja y la tapó con una de las servilletas que el camarero le había traído con la comida. Encendió el televisor colgado en la pared frente a él y fue cambiando de canales con el mando a distancia hasta que encontró un programa de dibujos animados. Un ratón era perseguido por un gato negro y cada vez que parecía que iba a cazarlo, le ocurría alguna calamidad. Igor se reía del infortunio del gato mientras mojaba las patatas fritas en la yema del huevo.

Cuando terminó de comer, se limpió los labios dándose golpes enérgicos con una servilleta de papel. Con el teléfono aprisionado entre su hombro y la oreja, volvió a llamar para que recogieran la bandeja, mientras abría la caja de madera y depositaba la fotgrafía encima del plato sucio. Llamaron a la puerta y con una especie de gruñido invitó a que entrara el camarero. Al acercarse para coger la bandeja, vio en el plato la fotografía manchada en una esquina por la yema del huevo. En ella, Irina reía mostrando sus bellos dientes abrazada a un hombre maduro de gafas con bigote negro y algo calvo. El camarero dudó si coger la foto y levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de Igor, que ya había sacado su pistola de la caja y se disponía a ahogarla con el cojín verde.

martes, 4 de diciembre de 2012

Stormy Monday

El reloj del coche iba atrasado, siempre lo había estado. Sus uñas raían la goma del volante mientras él vigilaba esta operación. Cambió de postura y algo crepitó en el bolsillo trasero del pantalón. Sacó el papel y lo exploró con las manos. Tantas veces lo había leído ya. Sólo una línea. Todo un folio para una línea. ¿Es que no tenía ningún sentido del ahorro? Hizo una bola con él y se dispuso a tirarlo, pero se le había pegado a la mano. Lo estrujó aún más y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Faltaban para que llegase ella veinte minutos, veinte horas, veinte años. ¿Qué iba a decir? Hola. Hola. ¿Qué tal estás? Bien, ¿y tú? Tirando. ¿Te has enterado de lo de mi mujer? No, ¿se fugó con el fontanero? No, no es eso, es que anoche metió la cabeza en el horno. Y, ¿qué iba a cocinar? A ella misma. ¡Ah!, y, ¿qué pasó? Nada, la muy tonta se dejó la puerta abierta y llegó una vecina; ¡dejarse la puerta abierta!, imagínate que nos roban. Ya te dije que Rebeca era muy descuidada. Y tú qué sabes, si no la conoces. Pero me lo imagino.

Un hombre mayor cruzó por delante del coche y se le quedó observando. Miró durante un segundo o quizás durante mil, y luego continuó su camino. Llevaba un periódico en el bolsillo del abrigo, parecía el ABC. Lo siguió con la mirada hasta que otro coche lo tapó y lo hizo desvanecerse. En la mirada del extraño estaban los ojos vidriosos de Rebeca. ¿Podría haber algún tipo de relación entre ellos? Tal vez le gusten las pelirrojas teñidas. Cuando salga del hospital los presentaré.

Eolo empujó una nube y dejó asomar el sol. La nube se enfadó y se puso gris. Un coche rojo aparcó detrás del suyo; por el retrovisor pudo ver una mujer que bajaba
de él. ¿Era ella? No, esta es mayor, además Ana no sabe conducir. La mujer pasó a su lado moviendo las caderas con firmeza y se metió en un piso a la derecha de la calle. A cada paso la falda subía unos centímetros y la rodilla asomaba intermitentemente. Giró la cabeza y miró hacia el coche, pero se le empañó la cara; después fue el vientre el que se puso borroso, y finalmente entró en la casa. El parabrisas empezó a motearse lentamente y el exterior se deformaba, haciéndose infinitamente pequeño, como una pesadilla. Alargó la mano para accionar los limpiaparabrisas y se encendió la radio. “La gente se preocupa de que el petróleo no suba unos duros. Pero cuando muchos soldados vuelvan a casa, encontrarán que sus esposas han muerto, pero los generales discutirán sobre los cardos de tomate que han destruido, los aviones que han derribado, los barcos que han hundido. Ya no quedan en el mundo valores que se”. Apagó la radio y se quedó mirando cómo el agua reptaba por el cristal. Encendió el limpiaparabrisas y los brazos mecánicos empezaron a despedirse de él. Las gotas volvían a salir del cristal y todo vuelta a empezar. Uno arriba,  dos abajo.

Cogió un kleenex y se sonó. ¿De quién serían esos kleenex? Los clímax, como decía Ana. Ana, ¿no crees que debemos dejarlo? ¿Por qué? No sé, es lo que se suele hacer, ¿no? ¿Metió la cabeza en el horno porque se enteró de lo nuestro? No sé, supongo que sí. ¿Ha muerto? No, ya te dije que llegó la vecina? Entonces no te dejó libre, sucio cabrón.

La lluvia repiqueteaba en el capó del coche. Toc, toc, toc. Adelante, ¿qué desea? Estar lejos de aquí. Váyase a Cataluña. Cataluña. Provincias: Barcelona, Tarragona, Leridita y Gerona. O mejor a Estambul. Sacó una cinta del porta-casettes y la puso. Empezó a sonar “Round midnight”. El saxo tenor se confundía con una dulce voz de niña, la voz de Friné que decía: ven, ven. Perdonadla, oh, Sabios Jueces, es demasiado bella. Jamás, sentenció Rebeca. Recordó los momentos en que había estado encima de ella, en cómo se le hinchaba una vena del cuello. Se la imaginaba ahora moviendo las caderas frinéticamente y oliendo a butano. Uno arriba, dos abajo. Cerró los ojos y se reclinó sobre el asiento. La oscuridad se hizo naranja y giró la cabeza para que todo volviese a ser negro. ¿Cuánto tiempo aguantaría con los ojos cerrados? ¿Cuánto tiempo aguantaría? Deseaba abrir los ojos y encontrarse lejos, en otro mundo, en otro tiempo, en otro todo. Abrió los ojos y vio los limpiaparabrisas diciéndole adiós, adiós sucio cabrón.

Tosió y metió la mano en el bolsillo para coger los caramelos. Al lado había un papel. Sacó un dulce y depositó el papel sobre el regazo. Sólo una línea. Sólo una maldita línea. Desenrolló el papel y lo leyó: “Tejo res. Ación.” Alisó el papel y descifró un agrietado “Te dejo libre. Adiós, sucio cabrón.” Adiós. ¿Cómo se enteraría? Un cabello, una vacilación, una mirada. ¡Ah!, Ana, no te conté lo mejor. Cuenta, cuenta. Pues resulta que cuando la encontraron estaba totalmente desnuda. ¿Para qué diablos haría eso? ¡Desnuda!, con lo gorda que está. Y tú que sabes si no la conoces. Pero me lo imagino. Desnuda, Adiós, sucio cabrón. Adiós, estúpida Ofelia butanera. Sweet dreams. Abrió la ventanilla y arrojó el papel como si fuese una flema. Maldita sea, ya se retrasa  cuarto de hora,  cuarto de vida. Le dije que era importante. Y lo es, ¿no? ¿Qué le voy a decir? Quiero dejarla, ¿no es cierto? ¿Por qué? Si Rebeca no hubiese hecho eso, ¿la dejaría? No creo. Entonces, ¿por qué? Ana es guapa, inteligente, agradable. Empezar de nuevo. Te dejo libre. Me queda aún más de media vida, más de media hora. Mañana también amanecerá, aunque siga siendo un lunes otoñal. Te dejo libre. El siglo que viene también amanecerá, aunque siga siendo un lunes otoñal. A la izquierda del ring, Ana; a la derecha, el hombre del ABC. Para el ganador del combate, una bombona de butano. Adiós, sucio cabrón. La tos reacudió y la garganta le escocía terriblemente. En ese momento recordó la lata de Coca-Cola que siempre guardaba su mujer en la guantera. La abrió, arañándose con la anilla. Coño. Qué caliente está. ¿A qué sabrá el butano? Desnuda. Ofelia ahogada en butano y Hamlet muerto por una anilla de Coca-Cola envenenada. Descansen en paz. R.I.P.

Miró por el retrovisor y vio acercarse a una mujer. Ana. Te dejo libre. Es guapa, inteligente, agradable. Dios mío, es casi una niña. Te dejo libre. Sólo una jodida línea. Mañana también aquí será otoño, pasado será invierno y al otro otoño, y todo vuelta a empezar. Nunca será aquí primavera. Quizás lejos. El reloj del coche está atrasado, lo pondré en hora. Ya podía ver el rostro de Ana por el retrovisor. Nariz un poco larga. Desnuda en el suelo. Cabrón. Adiós, Ofelia, sweet dreams. Adiós, sucio cabrón. Maldita zorra. Adiós. Adiós, mi pequeña Friné. Arrancó el coche. Uno arriba, dos abajo. Adiós. Pisó el acelerador y se perdió por la izquierda de la calle. Uno arriba, dos abajo.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Llego tarde


Cuando abrí los ojos, lo primero que me sorprendió fue ver en el techo un ventilador en el que sus aspas giraban lenta pero concienzudamente. Tenía la ropa puesta, unos pantalones vaqueros y una camisa con diminutos cuadros rojos y negros a medio abrochar, dejando escapar los vellos del pecho. Me resultó raro llevar esas prendas puestas ya que, descontando que en días de calor suelo dormir desnudo, esa ropa no me pertenecía. Giré la cabeza a la izquierda y vi el resto de la cama vacía, con las sábanas arrugadas y un tanto sucias. Al otro lado, sobre la mesita de noche se extenuaba un cenicero atosigado de colillas y un reloj despertador que con dificultad anunciaba que eran las tres y diez. Supuse que serían las tres de la tarde y no las tres de la mañana, ya que por la persiana mal cerrada la habitación se veía invadida por los rayos de un sol que prometía ser castigador. Todo lo que veía me parecía sumamente extraño, pues no reconocía ninguno de los objetos de esa habitación. Una lámpara en el techo encerrada por una especie de farolillo chino de color anaranjado, un póster con una foto grande de Marilyn que lanzaba un beso rúbeo desde la pared, una estantería de cuatro baldas repleta de deuvedés. No tenía ni idea de dónde me encontraba. Por un instante, pensé que la noche anterior, propiciado por las innumeradas copas que había bebido, me había conducido a la casa de alguna chica. Lamenté no recordar eso con precisión. Un ambientador colocado sobre las peículas bufó desde su atalaya y un olor dulce y picante se instaló sobre la cama. Me incorporé y trastabillé un poco cuando comencé a andar. Me dolía terriblemente la cabeza. Di por imposible localizar unas zapatillas en ese desconocido dormitorio y salí de la habitación. Frente a mí, me tropecé con un pasillo en donde bostezaban dos puertas semiabiertas, en lugar del abismo de una escalera que conducía a la planta de abajo que hubiera debido encontrar si estuviera en mi casa. Quería ir al baño, pero desconocía dónde se ubicaba. Asomé la cabeza por la primera puerta y me alegré al ver que se trataba del servicio. Antes de orinar, abrí el grifo y me abofeteé con agua fría. Me froté la cara con energía con la palma de las manos. Al levantar la cabeza me miré al espejo que había sobre  el lavabo. Me aterroricé al ver que el hombre que tenía frente a mí, con unos ojos de un violento azul, no era yo. En la cabeza se había reproducido con promiscuidad un pelo alborotado y rizado de color castaño. Un pequeño aro plateado anillaba el lóbulo derecho de la oreja. Una nariz puntiaguda sojuzgaba la totalidad del rostro. No sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante ese descubrimiento. La urgencia por mear me concedió una mínima tregua. Regresé al dormitorio mientras iba extinguiéndose el sonido de la cisterna hasta que sucumbió en un siseo agotado. Sobre la mesita de noche había una cartera. La abrí y me encontré con un par de billetes de veinte euros y diversos papeles. Extraje el DNI y lo contemplé durante unos segundos. Luis Jesús Monsalve Dorado. No supe si debía sentirme aliviado al ver mi nombre escrito en ese documento, con todos los datos exactos acerca de nacionalidad y fecha de nacimiento, ya que en la esquina inferior derecha, con ese aspecto patibulario de las fotos de carné, el rostro que me miraba fijamente no era el mío, sino la de aquel hombre que me había observado momentos antes desde el espejo del baño. Intenté recordar cosas sobre mí mismo, y de repente, lo único que me venía a la mente es que había quedado esa tarde. Me desconcerté pensando que tal vez, no estaba seguro, Cayetano no fuera amigo mío sino de aquel extraño individuo en el que parecía haberme convertido. Solamente sabía que llegaba tarde.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La partida de ajedrez (Finalista del XXII Concurso de Cuentos "Cuentos de La Granja")


Cuando Joaquín entró en el "Buenos Aires", Tomás se encontraba estudiando el tablero de ajedrez, desplazando fichas, rectificando movimientos, y al verlo acercarse, volcó las piezas. Joaquín se quitó su impermeable mojado y lo colocó escrupulosamente sobre una silla con cuidado de que no cayera al suelo. Una gota de lluvia le correteaba por la mejilla hasta que finalmente se perdió por el mentón. Silencio en la casa, el eco de sus pisadas, lágrimas que correteaban por la mejilla hasta que finalmente se perdían por el mentón. Tomás ordenó a Eduardo dos cafés solos, uno muy cargado. Los dos se sentaron y colocaron sin ninguna prisa las piezas sobre las casillas correspondientes. Joaquín ofreció las blancas a su amigo.

La partida comenzó como siempre que Tomás jugaba con blancas, con la apertura española. En ocasiones, Joaquín se preguntaba por qué Tomás no agotaba algo más el repertorio de salidas. Mientras una mujer de treinta y cuatro años, una mujer con un abrigo azul, una mujer de cabellos tan oscuros que parecían, una mujer con un diente de oro, Cárol, Cárol de voz tan grave, Carolina González de Urrieta, Cárol del lunar en el interior del muslo, Cárol tan estéril se instalaba en la casa de su hermana, Joaquín empujaba el peón de la torre una posición hacia delante. Había estado a punto de llamar a Tomás para decirle que ese viernes no iría a jugar, pero decidió que no había motivo para suspender la partida; todos los viernes por la tarde jugaban al ajedrez y ese viernes ese viernes no tenía por qué ser una excepción. Llevaba varias horas de ese viernes repitiéndoselo, no había porqué cambiar la rutina: jugar la partida, volver a casa, cenar, ver la tele y acostarse, acostarse en la cama sin Cárol, sin oír su tibia respiración, sin oír sus leves balbuceos del sueño, acostarse en silencio. Pero no había razón para dejar de jugar ese viernes 22 de abril de 2003 . Ese viernes 22 de abril de 2003 no era muy distinto al día anterior y al otro y al otro y al otro. No era muy distinto. La cosa había pasado, habíaidopasandopocoapoco, discurriendo como el agua de un río, era una cosa esperable y esperada, a él no le había pillado de sorpresa, tal vez es mejor así, sí, quizás sea lo mejor para los dos. No hubo lágrimas ni voces fuera de tono. Tan solo un silencio y un beso. Ella no tuvo que decirle nada. Ella lo estaba aguardando, las maletas hechas, sentada frente a la puerta. Abrió y allí estaba, esperándole, con dos maletas y un bolso pequeño. Eran las dieciséis horas y trece minutos y cincuenta y ocho segundos de ese viernes 22 de abril de 2003 cuando entró en la casa y ella se levantaba y un caballo saltaba por encima de un peón. La cosa estaba clara: había que adelantar el alfil para proteger al indefenso caballo, aunque no obstante, podría atacar con el peón del rey y amenazar el caballo enemigo. Tomás le ofreció un cigarrillo. Mientras lo encendía se decidió por defender su propio caballo.

La lluvia crepitaba cada vez con más fuerza en el exterior. Un aroma cálido a humedad se había instalado lentamente en la cafetería. Se veía a Tomás dudar, no sabía si hacer un intercambio de caballos o plantar el pie en el centro del tablero. Eduardo llegó con los cafés humeantes, los cafés humeantes que hacía Cárol después de la cena, con dos de azúcar y soplo y sorbo, rozando apenas con la yema de los dedos la superficie suave pero abrasadora de la loza. Ocho años de cafés, ocho años de noches de amor disueltas en el líquido amargo, ocho años de noches esperando que a la mañana siguiente un papel se coloreara. La cafetera se la regalaron unos tíos de Cárol para la boda, para el día en que juraron amarse para siempre y que juraron educar a sus hijos en la religión católica. Los ojos rojos. Lo he pensado y creo que lo mejor es irme. Lo había pensado y creía que lo mejor era irse.                     ¿Estás segura?. Movimiento de cabeza.                      Abajo está el coche, ¿te llevo a algún sitio? No, gracias, voy a llamar un taxi. Iba a llamar un taxi, perfecto. Me voy a casa de mi hermana, si quieres algo allí estoy, pero el caballo descansaba ya fuera del tablero, espectador de la partida, primera víctima de la batalla. El alfil negro clamó venganza y embistió contra el équido, vigilando a uno y otro lado por si surgía alguna emboscada. Las piezas negras iban avanzando. El rey blanco, arrebujado contra su torre, observaba con miedo el discurrir de la contienda. Pero cerca de él estaba su dama, la dama blanca, que daría gozosa la última gota de sangre por su cónyuge.

Tomás encendió un nuevo cigarrillo, la partida se le estaba poniendo complicada. Llevaba seis semanas sin perder, pero ésta estaba difícil. Una torre negra se había liberado y comenzaba a causar alarma. Era preciso adelantar la reina para ir sembrando inquietud en las filas enemigas.

El tablero se iba despejando poco a poco de fichas. A un lado y a otro de la cuadrícula reposaban los restos de los guerreros muertos en el combate. Al comienzo, rey y reina se encontraban juntos, estaban rodeados de pequeños asideros a los que aferrarse, con la felicidad que otorga la ignorancia. Pronto, el resto de las piezas iban paulatinamente desapareciendo, el enemigo acechaba, la dama se alejaba, y el rey estaba rencoroso porque su reina estaba seca, que por eso se alejaba. El rey necesitaba despertarse, necesitaba sentir algo caliente en su interior y pidió a Eduardo un vodka.

Tomás le miró con extrañeza, casi nunca bebía, y absolutamente nunca lo había visto mientras jugaba al ajedrez. Eduardo recogió los cafés y sirvió a Joaquín su vodka. Le costó cierto trabajo el primer trago, pero el segundo fue mucho más suave, pasó fluido por la garganta, incluso con ternura, pensó Joaquín. Llamó al camarero y le pidió otro vodka y otro para la señorita, guárdate el  dinero que te invito yo. ¿Sabes que tienes un aire a Ava Gardner?,  sí, no te rías a mí me lo parece. No bebas tan rápido que te va a sentar mal. Oye me gustaría que me dieras tu teléfono, estupendo, aquí tengo un papel, dime. Ca-ro-li-na, cuarenta y dos,  catorce, treinta. Encendió un cigarrillo mientras observaba la cruz absurda del rey. Estaba esperando el movimiento de Tomás.

Empezaba a oscurecer pero la lluvia no amainaba. Se encontraba satisfecho, había conseguido arrinconar al rey y la reina de Tomás en una esquina, el uno sobre el otro. Cada vez había menos fichas en el tablero, a Joaquín no le quedaba ya ningún pequeño peón, los había perdido tan rápido que pensó si los había tenido alguna vez.

Tomás sentía una cierta humedad en la frente. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió el sudor. Yo estoy sudando, ¿tú no tienes carol?. Joaquín levantó la vista y vio que llevaba su familiar abrigo azul y las botas negras que le había regalado. Incongruentemente, recordó el día en que se torció el tobillo haciendo marcha en el servicio militar. Se preguntó que qué diablos sería lo que llevara en las dos maletas. Me voy a casa de mi hermana, si quieres algo allí estoy.                     Un beso en la mejilla. Adiós. La  puerta se cerró y oyó el eco de las pisadas de Cárol que se alejaban, que se perdían. La noche anterior a ese ese ese viernes la había oído llorar en la cama. Él se hizo el dormido. No habían discutido, hacía mucho tiempo que no lo hacían, pero ella lloraba. Joaquín se había sentido en cierto modo reconfortado porque lo que menos podía soportar de todo era ese silencio absoluto durante las noches, sin ningún llanto que lo despertase, y la dama tenía la culpa, la dama, la dama saturnina. Quedaba un único peón blanco, pequeño y reluciente; detrás de él, una torre blanca. La dama, la reina sin peón, el rey negro, atrás, al fondo del tablero. La reina atacó fieramente sobre el peoncito, derribándolo, sacándolo del blanco y negro con furia. De repente, la torre blanca saltó sobre la dama, desplomándose sobre ella.

Tomás no podía creer lo que acababa de hacer Joaquín: se había comido con la reina un peón, dejándola al descubierto de la fila de su torre. En un principio pensó que se trataba de una trampa, pero enseguida se convenció de que no era más que un tremendo error. Cogió temerosamente su torre y capturó la reina enemiga. Ahora, tan solo le quedaba a Joaquín su  rey y un caballo, y a él el rey, la dama, una torre y un alfil; la partida estaba ganada. Joaquín apuró ruidosamente su vaso de vodka y, apoyando un dedo sobre la cruz del rey, lo hizo balancearse sobre su base hasta que lo volcó. He perdido, Tomás, he perdido. Se levantó tambaleándose de la silla y se puso el impermeable, que todavía se encontraba húmedo. Abrió la puerta y la lluvia caía aún con más violencia. Mientras se cerraba la puerta, Tomás creyó escuchar que repetía incansablemente: he perdido, he perdido, he perdido.

lunes, 22 de octubre de 2012

El río


Los pies desnudos de Santiaga la Niña relampagueaban sobre el suelo con furia al ritmo de aquella música. Todos contemplaban embelesados las fulgurantes apariciones de sus tobillos, el cimbreo de su cintura, la seda que cobijaba sus senos, la oscura melena que enredaba el aire. Julián Martínez y Sebastián Romero, sentados en un extremo de la taberna, bebían en silencio y la veían bailar.

Julián Martínez y Sebastián Romero eran amigos desde la niñez. Cuando Florencio Martínez, padre de Julián, fue muerto por los franceses, el joven huérfano se acogió al amparo del siempre venturoso Romero.

Mucho se hablaba sobre ellos, decían que incluso un crimen los había enlazado aún más. De Julián Martínez era admirada su inteligencia: había bautizado a todas sus ovejas y las distinguía unas de otras llamándolas por su nombre; además, había ideado un método para numerar y comprender las estrellas, de modo que mediante una complicada cábala de su invención y estudiando los pies del último recién nacido en el pueblo podía averiguar exactamente el día más propicio para la siembra. Si de Julián Martínez era envidiado su entendimiento, de Sebastián Romero era su suerte. Nunca tuvo una mala cosecha y era temible con los naipes; incluso salió indemne del pavoroso incendio que consumió la iglesia. Altos como robles, fuertes como toros, crápulas y calaveras como el mismo Satanás, así eran los dos amigos, Julián Martínez y Sebastián Romero.

En cuanto a mujeres no se les conocía ningún amorío excepto encuentros bruscos con alguna muchacha bajo los árboles o en los hediondos cuartos del prostíbulo. Sin embargo, en ese momento ninguno de los dos apartaba la vista de Santiaga la Niña.

La gitana seguía bailando, y era como si el sonido de la guitarra soplase sobre sus miembros y los moviera. El sudor hacía refulgir su piel morena y devolvía la precaria luz de la taberna. Cuando cesó el rasgueo se dirigió hacia la barra. Se acodó en ella, de espaldas al local, mientras rendía un vaso de ron. No necesitaba girarse para adivinar que una docena de ojos enturbiados por el alcohol se agolpaban en su falda, entre ellos los de Julián Martínez y Sebastián Romero.

Los dos amigos deseaban la misma mujer, aquella cíngara de terciopelo tostado cuya mirada era un mar en llamas. La amaban en silencio, nunca se habían dicho nada sobre ello, aunque entre ambos no podía existir ningún secreto. La tragedia podía haberse evitado si en ese preciso instante hubieran apurado el vil licor y se hubieran alejado de allí a desbordar aquel proceloso río al lupanar. Se miraron en silencio y sonrieron. No iban a pelear por esa mujer, por ninguna mujer. Romero pidió un par de dados. Sebastián Martínez no objetó: si bien conocía sobradamente la fortuna de su amigo, él sabía la manera de agitar y voltear el cubilete para obtener las cifras que desease.

La Niña acabó su vaso, arrebató al camarero los dados y los llevó ella misma a la mesa de los dos jugadores. Podía tener a cualquier hombre de los que se encontraban allí, a cualquiera, pero los deseaba a ellos, quería que lucharan por ella, por la gitana que nunca había tenido otro amo que su cuerpo, que había vendido el alma al diablo por una belleza inmarcesible.

Julián Martínez agarró el cubilete e introdujo dentro los cubos malditos. Mientras lo sacudía hacia arriba y abajo calculó mentalmente la fuerza y el ángulo exactos con los que debía golpear contra la mesa para conseguir dos seises. Podía sentir el palpitar de la piel de la mujer. Entonces ocurrió lo impensable: una gota de sudor serpeó por su mejilla y se deshizo sobre el cubilete justo cuando éste alcanzaba la tabla. Al mostrar los dados apareció un dos en uno de ellos y un cinco en el otro. El rostro de ella no mostró expresión alguna, ni de agrado ni de pesar; su amigo no pudo esconder una sonrisa. Aprisionó el cubilete con su fuerte diestra y realizó su tirada. Sebastián Romero, que jamás había sido vencido en el juego, que sobrevivió ileso al terrible incendio que acabó con una veintena de personas, por primera vez en su vida perdió: los dados habían escupido una pareja de doses.

A partir de ese momento todo sucedió demasiado rápido. La cordura de Sebastián Romero ardió en el fuego verde de los ojos de la gitana. Aferró la botella de aguardiente y golpeó en la garganta de Julián Martínez. La sangre del muerto injurió la falda de Santiaga la Niña. El infame asesino agarró a la mujer de la cintura y la sacó de la taberna casi en volandas.

Nadie sabe si Sebastián Romero llegó a gozar de ella antes de estrangularla. La encontraron en la orilla del río, tan hermosa como había sido en vida. Minúsculas gotas de agua llovían sobre su mirada de cristal. Nadie volvió a saber de Sebastián Romero, aunque todos aseguran que también se mató. Sin embargo, no lo hice, porque mi inefable crimen no se expía con la muerte silenciosa sino con la vida torturada, pues no hay mayor dolor que el que siento ahora ni más castigo que el que padezco.


domingo, 14 de octubre de 2012

Injusticia histórica


Los dos cristianos, arrebujados en sus túnicas, mostraban la palma de las manos cuarteadas a la hoguera cuando una fuerte ráfaga de viento desparramó toda la leña candente sobre el Palatino.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Ropa de verano

El día siguiente era el último de colegio. Ricardo  había logrado convencer a su madre de que  ningún niño de clase llevaba ya pantalones cortos, que eso eran cosas de los más pequeños. Aquella noche volvió a casa más tarde de lo acostumbrado: había estado jugando una partida al Monopoly con Rubén que se había estirado más de la cuenta. Cuando llegó su madre estaba sentada ya a la mesa. Apenas le habló durante la cena  y Ricardo notó que los guisantes estaban algo fríos, pero no se quejó. Antes de dormirse, escuchó una lluvia pertinaz golpear contra los cristales de la ventana. Cuando su madre lo despertó para ir al colegio, ya le tenía preparada la ropa: un polo rojo y los pantalones cortos azul marino. Ricardo salió de casa dando un portazo y gritó que su padre le hubiera dejado llevar la ropa que le hubiera dado la gana. En el cielo el sol lucía, aunque un profundo olor a humedad le rodeaba. Ese último día de escuela se mantuvo apartado de todos detrás del patio de recreo y ni siquiera se atrevió a hablar con Susana. Volvió a casa caminando despacio, mostrando sus dos piernas blancas y gruesas, y con la mano sujetaba el boletín de notas con unas buenas calificaciones. Al pasar por la era donde solían jugar al fútbol, vio cómo el sol reverberaba los charcos. Corrió hacia uno de ellos, el mayor de todos, y saltó y saltó encima de él, ensuciando la tarjeta de sus notas y sus piernas desnudas.

lunes, 6 de agosto de 2012

Humo

Cuando Alfredo terminó de colocar las bobinas, apagó la luz de su pequeño cuartillo y se sentó en el taburete. Sacó del bolsillo de su camisa de cuadros un paquete arrugado de Fortuna. Exploró con la avaricia de un oso hormiguero en su interior y extrajo un cigarrillo doblado, con la apariencia de una rosa marchita. Lo alisó suavemente con los dedos índice y pulgar, enderezándolo, en un gesto que no por repetido dejaba de antojársele masturbatorio. Encendió su pitillo con una calada fuerte, y un doble grifo de humo salió de las ventanas de su nariz. Don Ricardo no le permitía fumar en la sala de proyección, pero, como él siempre se decía, para la mierda que le paga bien podría dejarle uno de sus pocos vicios. El único, junto con el cine.

Había empezado a trabajar allí hacía ya más de treinta años, con más de diez mil películas había alimentado las fauces de aquella máquina siempre hambrienta de rollos.

Se levantó del taburete y lo acercó justo hasta el cañón del foco. Su cigarro chisporroteó, atrapando por unos instantes el sonido pertinaz de los rodillos. Recordaba cuando, al principio de entrar a trabajar en el cine aquel ruido se le asemejaba al ronroneo de un gran gato. Dio una calada honda y expulsó el humo en dirección a la luz de la película. Siguió y siguió haciéndolo hasta que una nube casi sólida se conformó delante del foco. Y entonces, sólo entonces, logró aquello que siempre le sumía en la más completa felicidad. De repente, la película comenzó a proyectarse en la masa de humo que acababa de crear. Audrey Hepburn se agitaba con languidez en el humo de su cigarro. Alfredo la vio con un vestido negro y el pelo recogido. Sus manos se deshilachaban y volvían a reunirse en una danza sensual. Alfredo se percató de que ella llevaba también un cigarro incrustado en una larga boquilla. Audrey se llevó aquella mano incorpórea a los labios y chupó de su pipa. Entonces, Alfredo vio cómo de los labios surgía un humo tenue que se abrazaba al de su cigarrillo. Se entrelazaban y se volvían a soltar, como dos amantes caprichosos. Alfredo emitió un quejido cuando la brasa mordió sus dedos. Soltó el cigarro al suelo y con la punta de sus botas lo apagó. Todavía alcanzó a ver cómo Audrey Hepburn se desvanecía poco a poco, cayendo una lágrima de humo de sus grandes y brumosos ojos.

jueves, 2 de agosto de 2012

Arcaísmos

A veces vuelvo a leer antiguos relatos míos, entre otras cosas para averiguar cómo se han enfrentado al paso del tiempo, o simplemente para entretenerme. El resultado de este repaso es dispar: algunos me siguen pareciendo atractivos, mientras que a otros me da la impresión de que le han salido michelines. Se me dibuja una sonrisa pudorosa al pensar, con una ingenua petulancia, si los encontrarían aceptables un lector futuro que se sumergiera en ellos.

Del mismo modo, me pregunto si simplemente entenderían muchas cosas de las que hablo en ellos. En mis cuentos he llegado a escribir sobre etarras que asesinaban policías nacionales, el chapapote del Prestige, contestadores automáticos, la EGB y el COU, el tripartito catalán, los tebeos de Mortadelo y Filemón. En lo que más he notado la fregona del tiempo es en el ámbito de las comunicaciones: la gente no tenía móviles y usaba su dedo y hacía girar un disco repetidas veces para hacer una llamada. Incluso haber empleado los términos "teléfono fijo" hubiera sido un pleonasmo.

Ahora, me pregunto, no tengo ni idea sobre cuál de las dos palabras, "pesetas" o "euros", dentro de algunos años se considerarán anacrónicas.

lunes, 23 de julio de 2012

Ángel


- Toma, lo guardábamos para ti –dijo a Santi uno de ellos tendiéndole un porro.

Santi inspiró una penetrante calada y se lo ofreció a Ángel. Dudó un instante pero accedió porque se veía incapaz de defraudarle. Ésa fue la primera vez que probaba las drogas, aunque Santi no consideraba el hachís y la marihuana como tales. Esa noche arrojó un vómito espeso y ácido.

Los años del instituto se fueron deslizando bajo sus pies. Ángel era consciente de que él no gustaba en la familia de Santi. Ellos, pensaba, quizás ni siquiera supieran dónde se encuentra Fuenlabrada. Después de los años los porros terminaron por gustarle, se sentía uno más de esa pandilla de marginales, pero no accedió el día en que Santi sacó de su bolsillo una jeringuilla y una cuchara y quemó sobre ella heroína con un mechero. Ni siquiera la devoción que sentía hacia Santi y el deslumbramiento que le producía hicieron que se metiera el pico que le ofreció. Él sabía perfectamente a dónde conducía aquello.

Un enfermero vestido pulcramente de blanco le informó que ya podía subir a la habitación 202. Le indicó de manera amable que allí no estaba permitido fumar. Aplastó con la bota la colilla y comenzó a subir andando las escaleras. La puerta de la habitación se encontraba abierta. La luz del sol rasgaba nítidamente el pasillo. Santi estaba reclinado dentro de la cama. Los ojos de Ángel se nublaron cuando contempló aquel vestigio irreconocible de su amigo: los brazos desnudos se encontraban rectos estirados sobre el cuerpo y no eran más gruesos que un vaso de tubo; el pelo, antaño fuerte y ensortijado, había sido sustituido por una sombra que mostraba una orografía irregular en el cráneo; los pómulos se le disparaban de las mejillas. Le reconfortó ligeramente el encuentro con sus ojos oscuros, que habían conservado aquel deje suyo altanero.

- Me has encontrado.

- Tus padres no querían decirme dónde estabas.

- ¿Piensan que tú tienes la culpa? –Ángel no contestó-. Qué gilipollas –continuó Santi girando la cabeza y mirando hacia la ventana. Ángel observó que tenía el cuello salpicado de manchas oscuras.

- ¿A qué has venido? ¿A ver al ídolo caído?

- Santiago.

- ¡Te he dicho mil veces que no me llames Santiago! –gritó, y hasta ese momento Ángel no se apercibió que su voz no era más que el maullido ronco de un gato viejo.

- Quiero oírte decir una cosa –dijo Ángel tras una pausa-. Quiero que digas que vas a dejar la droga.

- Es la tercera vez que lo intento. No puedo –respondió Santi sin apartar la mirada de los cedros que se insinuaban a través de la ventana.

- No digas eso, sí que puedes hacerlo.

- Ya sé que tu hermano dejó la heroína, pero yo no puedo.

- Yo te necesito –sollozó Ángel-. Yo te ayudaré a que no vuelvas a caer.

Santi lo miró y se incorporó trabajosamente sobre la cama.

- Mañana no volverás a preocuparte por eso –dijo-. Mira esto, ni aquí es difícil de conseguir, manda huevos.

Introdujo la mano debajo del colchón y sacó una bolsita con un polvo blanco.

- Pura –sentenció-. Esta noche volveré s ser feliz, y esta vez para siempre. No, no digas nada. Si es cierto eso que sientes por mí, ahora mismo te darás la vuelta y te marcharas y no me lo impedirás hacerlo. No puedo más, Ángel, por favor.

Ángel contempló sus ojos, ahora rebosantes de una estruendosa súplica. Sacó del bolsillo su paquete de tabaco, lo dejó encima de la mesita y abandonó la habitación. 

lunes, 16 de julio de 2012

Ahora

Ahora, en este mismo momento, mientras escribo estas líneas (y también mientras tú las lees), en algún lugar del mundo una persona se deshace en lágrimas a la vez que con la palma suave de la mano cierra por última vez unos ojos queridos, pero también, en el mismo preciso instante, otra persona llora abrazando a su hijo recién nacido. Un niño, con ayuda de unos dedos dubitativos, resuelve una suma mientras un anciano vierte un recuerdo en el torbellino inexorable del desagüe de su memoria. Una pareja folla rebosante de amor mientras una persona cierra una puerta haciendo rodar una maleta. Un hombre apaga su último cigarro mientras otro tumbado en un portal perfora su vena temblorosa. Una persona sube en una balanza y se muerde sonriente el labio inferior mientras otra araña en la basura buscando algo de comida. Una persona estalla de alegría al ver el juego retozón de los delfines rosados del Amazonas mientras otra solloza en la silla de ruedas donde le ha castigado un accidente. Un hombre sonríe tumbado en el campo, mordisqueando unas ramillas de pasto, y otro implora a un dios ciego que el francotirador no le escoja a él mientras cruza la calle. Un joven recibe su primer sueldo mientras un hombre de cincuenta y tantos se demora antes de llegar a casa llevando en el bolsillo la carta de despido que le acaban de entregar.

Somos uno más en este pequeño y a la vez enorme mundo. Por eso somos tan importantes. Tal vez serás tú el que reconozca emocionado esa manchita que compartes con el bebé al que acunas. El que asientas comprensivamente al aprender algo nuevo. El que explote en un orgasmo colosal. El que percibe que, desafiando las leyes de la vida, te sientes mejor cada día. El que se deja acariciar por el sol consolando el esfuerzo de subir una montaña blanca. El que vive despreocupado, gozando del instante. El que vence a los malos que se lo ponían tan complicado.

Debes atesorar la mayor cantidad de esos felices instantes, o de cualquier otros, para así compensar y revocar las desdichas del mundo y mantener el equilibrio, e incluso hacer inclinar la balanza, inclinarla a tu favor. Al nuestro. Ahora.

viernes, 13 de julio de 2012

Que se jodan

Ayer, la diputada del PP Andrea Fabra espetó un "Que se jodan" justo cuando sus compañeros de partido y ella misma vitoreaban a su líder mientras exponía los nuevos recortes a los desempleados. Tras el revuelo provocado, hoy ha hecho unas declaraciones, donde indica que el destinatario de su exabrupto era la bancada socialista.


Yo la creo. Desde que la escuché pensé, o quise hacerlo al menos, que su invectiva iba dirigida contra la oposición (los rojosdemierda y proetarras). Me resultaba duro creer otra cosa, que fuera contra los funcionarios a los que disminuyen un 7% su sueldo, contra la ciudadanía en general, que verá cualquier artículo que consuma el saldrá más caro, contra los parados a los que reduce el cobro de la prestación, o a los nuevos trabajadores que van a perder esa condición. Me hubiera parecido demasiado innoble, hasta desagradecido, teniendo en cuenta que somos los que pagamos su jugoso sueldo.


No me extraña nada su justificación porque me la imagino completamente, dada la clase política que padecemos desde hace años, donde unos y otros andan jugando una desgraciada partida de ping-pong, siendo nosotros la pelota. Unos políticos incultos, zafios, incapaces, vendidos, lameculos, majaderos. En el vídeo puede verse a la Fabra aplaudiendo a rabiar, que parece que se va a destrozar las manos, con la mirada ardiendo de odio. Le traen al pairo las medidas que desgrana Rajoy en ese momento, no tiene ni puta idea de lo que significan (en cualquier caso, apenas le van a afectar, desde su privilegiado escaño), solamente le importa la victoria contra los sociatas. Ahí libera su rabia, explotada con ese "que se jodan" que se le iba escapando de la boca. Ella tiene que justificar su asiento, ser más pepista que nadie, mostrar su ira y su oposición a los otros, sobre todo cuando tan poco lo merece. Sobra espacio en un papel de fumar para rellenar su curriculum vitae. En concreto, ella, por respeto a los que sufragamos su vida, debería ser más recatada, teniendo en cuenta que sus cuentas y patrimonio han sido investigadas por una posible relación con un supuesto delito de cohecho y evasión fiscal, y que está donde está por ser quien es, la hija de un presunto delincuente y reconocido sinvergüenza, máximo exponente de todos los pecados que afean al contrario.


Tal vez,pienso ahora, tengamos los políticos que nos merecemos.

http://www.youtube.com/watch?v=ddjQ12-zHF8


miércoles, 11 de julio de 2012

Aplausos

Esta fotografía ha sido tomada hoy, en el Congreso de los Diputados. La bancada popular aplaude a su líder después de anunciar las draconianas recetas a las que nos va a someter en un futuro muy próximo. Algunos lo hacen con desgana o incluso mordiéndose los labios con malestar, fijaos en Montoro, Gallaradón o una parlamentaria de pelo rubio de la segunda fila (tal vez porque ven que su poder se debilita, como es claramente el caso del ministro de Hacienda). Otros, sin embargo, parece como si jalearan al presidente: García Margallo (que siempre me recuerda peligrosamente al satánico Santini, papel interpretado por el actor Carlos Lasarte en Los sin nombre) dedica su más cerrada ovación a Rajoy, la vicepresidenta le aplaude, sí, pero no a él, sino que son unas palmadas de mofa a la oposición, a la que mira de manera torva y retadora. Por último, hay un diputado detrás de la primera fila, que sonríe a Rajoy. Este tipo tiene pinta de haberse llevado miles de collejas cuando era niño, ahora sin embargo, tal vez sea el más listo de su clase y se relame ante un negociete asociado a alguna inminente privatización.

La fotografía me recuerda a otra que se tomó años atrás. En esa ocasión, se votaba el apoyo a la invasión de Irak y el comienzo de la segunda guerra del Golfo. De nuevo, la mayoría del PP propició que se aprobara, y se terminó con nuevos aplausos a su anterior líder, José María Aznar. Esa vez, me parece recordar, la ovación fue más unánime, los rostros más sonrientes. Trepas y pelotas adorando a su becerro.

De nuevo, los diputados del PP protagonizan los momentos más lamentables y bochornosos que se han visto  en nuestro ya de por sí vergonzante Parlamento. Celebrar el comienzo de una guerra o la imposición de unas recortes que empobrecerán aún más a una población ya herida es de auténticos malnacidos.

Corres


Corres. Nunca en tu vida has corrido más, más distancia, más rápido. Nunca pensaste que Madrid pudiera ser tan grande. En estos momentos te maldices por no llevar siempre contigo el botecito blanco del antídoto, al igual que siempre portas religiosamente tu documentación, tus tarjetas de crédito, tu carné del videoclub, tu aspirina, tus támpax de varios tamaños, tu estampita de Santa Gema Gálgani. Estás cansada, terriblemente cansada. Lo darías todo ahora mismo por poder coger un taxi, el autobús o el metro, pero sabes que es demasiado peligroso: ellos lo controlan todo. Tu frente y tu espalda son una amalgama de sudores, sudores ardientes por el esfuerzo de esta carrera desquiciada y sudores gélidos al pensar que en este preciso momento te estén observando, que tal vez esto no sea más que un juego perverso y que en cualquier momento tres de esos hombres que te inyectaron el veneno te corten el paso y no te dejen continuar. En ese momento caerías al suelo y llorarías de rabia, de impotencia, de pena, y cuando la ponzoña dominara todo tu cuerpo, el llanto se te solidificaría sobre tus mejillas como lágrimas de cera cristalinas. Piensas con temor en esta última posibilidad, que se trata de un juego, que de otro modo te hubiera sido imposible escapar de ese ático en el que te habían encerrado. Casi puedes oír la carcajada burlesca de ese hombre. Corres. Tu falda se adhiere con fuerza a tus piernas, se retuerce sobre ellas, parece que las abraza, o peor aún, que las sujeta para que no puedas llegar a tu casa, para que no puedas abrir el cajón de la mesita de noche, para que no puedas desperezar el estuche donde guardabas tu anillo de boda y que ahora custodia el antídoto. Miras al cielo y sonríes porque nunca has visto en la ciudad un cielo más hermoso, más azul, más luminoso. Corres. Percibes que la gente te observa de una manera extraña, puedes deducir en sus ojos una mirada de estupor, de inquietud. Puede que se deba a lo insólito de ver a una mujer de mediana edad aceptablemente vestida tan urgida, con la mirada desbocada. Pero puede ser que se hayan percatado, tal y como tú lo haces en este momento, de que los dedos de tus manos comienzan a crisparse y a agarrotarse como si fueran los garfios de un pirata. Caes. Te intentas levantar pero descubres que tus manos ya no pueden ayudarte, que están rígidas como si fueran de granito. Haciendo un extraño escorzo con el cuerpo logras enderezarte y persistes en tu carrera. Sin embargo, te das cuenta de que ya no corres tan rápido como antes. Piensas que se trata tan solo de cansancio, que debes hacer un último esfuerzo, que tu casa ya no están tan lejana, que volverás a besar los labios de Pierre. Pero no es únicamente el agotamiento, es el veneno que ha llegado a tus piernas. Andas. Por fin, ves el portal de tu casa, ves a Gerardo recogiendo en su furgoneta la fruta que le ha sobrado, la fruta que intentará vender mañana, esas manzanas verdes, tan ácidas y tan brillantes que a ti tanto te gustan, esas manzanas que, descubres con terror en este momento, jamás volverás a comer, y la consciencia de este nimio hecho te parece la pérdida más irreparable que te puede acarrear la muerte, incluso más que el desconocer ya irremediablemente si tu hijo habrá aprobado o no el último examen que le quedaba para licenciarse. El mosaico de colores de la frutería va perdiendo su fulgor hasta que ya sólo ves pequeñas bolas grises. Caes. Pero ahora no te incorporas, no puedes. Te retuerces como si fueras una tortuga girada, pero todos tus esfuerzos son inútiles. Ahora ya no puedes mover ni un músculo de tu cuerpo, el veneno solamente te permite apenas parpadear. Escuchas. Escuchas en una radio próxima una canción, un bolero que te encanta pero que no recuerdas su nombre, un bolero del que vas olvidando su letra, un bolero que oyes a un volumen cada vez más bajo. El cielo ya no es azul ni hermoso, sino que va tomando un color ceniza y hórrido que paulatinamente se va oscureciendo. Piensas. Ves en tu mente el rostro barbilampiño de Pierre, con ese aspecto que posee de extranjero en cualquier lugar. Pien. Pi. P..

martes, 3 de julio de 2012

Cosas naturales

La semana pasada, la ministra de Sanidad, Ana Mato, nos regaló la primicia de que cientos de medicamentos iban a dejar de ser subsidiados por la Administración, ya que muchos de ellos podían ser sustituido por "cosas naturales". Así, sin pudor, con sus dos ovarios. No entro a valorar el recorte en gasto farmacéutico, ése es otro tema. Lo que me llama ahora la atención, lo que me produce vergüenza ajena, es que la persona que dirige el ministerio de Sanidad pueda comunicarse con tan poco rigor y denotar tanta ignorancia. Cosas naturales. ¿Qué cosas? ¿Cómo puede emplearse un sustantivo tan abstracto a la hora de referirse a medicamentos, por alguien que se supone que debe estar al corriente como poco de lo que está hablando? Hace un tiempo Mato levantó una polémica insulsa al afirmar que los niños andaluces rozaban el analfabetismo. Con declaraciones como la que hizo la semana pasada (y por otras más) es ella la que parece la más completa iletrada.

Una de las razones por las que estamos como estamos es que desde hace demasiado tiempo estamos gobernados por auténticos analfabetos vitales. No saben nada de nada, porque muchos de ellos, en su vida han trabajado. Disculpadme, pero no considero la política como un trabajo. La propia Ana Mato (según la wikipedia, reconozco que no he investigado más, pero no me parece nada descabellado) jamás ha destinado ningún esfuerzo que no sean cargos en su partido o institucionales. Lo mismo puede decirse de su predecesora, la simpar Leire Pajín. O de nuestras Damas de Hierro patrias, Cospedal y Aguirre. La lista es infinita: Pepiño Blanco, Jordi Sevilla, Zaplana, Camps, etc. De nuestro presidente y expresidentes no podemos decir otra cosa (excepto Felipe González, que fue abogado laboralista). No se pueden solucionar los problemas de la  ciudadanía cuando realmente no se conocen, porque no se han vivido nunca. Cuando lo único que se ha hecho es estudiar y aprobar una oposición (en el mejor de los casos...) se carece de perspectiva para poder siquiera entender las vicisitudes a las que nos enfrentamos cada día. Sangrante el caso de Zapatero, que desconocía el precio de un café. Hace poco el consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, si no me falla la memoria, hizo gala de su ignorancia sobre los billetes que ofrecía al usuario su administración. Probablemente, el asambleísta opositor que le afeó este obtusismo, en su vida habrá montado en metro. Y los que critican los recortes (ahora y el año pasado), frecuentan poco la sanidad y la educación públicas. Se ha producido un extrañamiento enorme entre el administrador y el administrado.

No necesitamos esta clase de gobernantes, no nos sirven de nada, no sirven para nada. Necesitamos personas que hayan vivido, que sepan los problemas del ciudadano, y que tengan herramientas y capacidades profesionales para solventarlos. No me puedo imaginar un titular de Sanidad que no sea médico, y haya trabajado en un hospital público, o un ministro de Defensa que no sea militar, o un ministro de Medio Ambiente o Tecnología, que no sea científico o ingeniero. O en su defecto, que se rodee y se deje asesorar por ellos, y no por otro grupo de indocumentados elegidos a dedo. Hacer otra cosa es como intentar curar un cáncer con leche y miel.

martes, 26 de junio de 2012

A tiempo


- No pares en esa gasolinera.

Eran las primeras palabras que había pronunciado mi hermano en todo el viaje. Aceleré el vehículo, mientras por el retrovisor iba empequeñeciéndose el cartel de Repsol.

Unos cuantos kilómetros después, tuve que detener el coche sediento en el arcén. Tenía la impresión de que debía faltar bastante para la próxima gasolinera. Juan bajó del coche y encendió un cigarrillo. No tenía ni idea de que fumara. Salí yo también y me apoyé en una de las puertas. Mi hermano contemplaba los olivos que amurallaban la carretera.

- Lo vi bailar una vez con mamá, ¿sabías? En una boda, cuando estabas fuera -me dijo, mirándome por primera vez.

- No vamos a llegar a tiempo al hospital -me abstuve de añadir que debíamos haber repostado en aquella gasolinera.

Entramos de nuevo en el coche. Cogí mi teléfono y lo estuve mirando unos instantes. Lo dejé sobre la guantera y le pedí un cigarro.



martes, 19 de junio de 2012

Atónitos


Ramón se sorprendió a sí mismo cuando una fuerza extraña le obligó a dar un paso al frente y decir, con una expresión grave en su rostro, como ensayada mil veces delante del espejo, como una mísera imitación de película ínfima de sobremesa, la siguiente frase:

- He sido yo.

Paqui le miró con ojos atónitos, pero nada comparable a la sorpresa primero y a la rabia después que desbordó la mirada de César. Paqui y él habían estado jugando a lanzar escupitajos desde la terraza de la casa de Ramón. Invariablemente ganaba él, lo cual tampoco era complicado pues, pese a tener diez años y ella trece, no tenía su fuerza y, sobre todo, no tenía su práctica. Ramón se divertía cada tarde de ese verano en practicar, cuando el sol empezaba a agotarse, a escupir desde su terraza lo más lejos posible. Había desarrollado ya una técnica con la que, auxiliado por un movimiento de tronco y de cuello, conseguía lanzar salivazos más lejos que nadie en su calle.

Aquella tarde estaba jugando con Paqui. Sabía que, debido a su dominio, ella jamás podría superarlo. Por esa razón decidió enseñarle aquel secreto que tantas horas de experimentación había llegado a desarrollar. Le dijo que apoyara las manos en la barandilla. Él se colocó detrás de la niña, sujetándole con fuerza las manos. Le indicó cómo debía arquear la espalda hacia atrás y reclinar el cuello, y después, cómo hacer aquel movimiento seco como de catapulta. Lo repitieron varias veces, y en cada una de ellas, Ramón sintió como un cosquilleo en la nariz al aspirar el aroma a sudor y jara de los cabellos de Paqui.

Vieron bajar por la calle a César, montado en su bicicleta roja. Ella volvió a doblarse con gracia y lanzó un escupitajo tan lejano que jamás hubiera podido emularlo el propio Ramón. La saliva impactó groseramente contra la cabeza de César. Miró hacia arriba y vio a los niños, con dos pares de ojos abiertos como platos. Dejó caer la bicicleta y se acercó corriendo hacia la terraza de Ramón.

- ¿Quién ha sido? –preguntó tan furioso que parecía que los ojos le lagrimeaban.

Ramón miró los ojos abiertos como soles de Paqui y, dando un paso al frente, dijo:

- He sido yo.

Aún quedaba una gotita de saliva bajo el labio inferior de la niña. Paqui y César le miraron sorprendidos, pero más atónitos quedaron cuando Ramón, tal y como había visto hacer en esas películas que daban en la televisión a la hora de la siesta, agarró las manos de ella y la besó en los labios.

jueves, 14 de junio de 2012

Esterilidad


Cuando Carmen entró en su casa, escuchó un silencio extraño, un silencio artificialmente creado. Parecía como si unas pisadas y unas voces se hubieran visto súbitamente amortiguadas. No pudo evitar un grito cuando, al encender la luz, vio cómo se abalanzaban sobre ella su hermana y sus amigas Mar y Pilar.

- ¡Sorpresa! –dijeron las tres al unísono mientras se abalanzaban sobre ella, abrumándola de besos y abrazos.

Con los ojos aún destellantes fue poco a poco distinguiendo sobre la mesa del salón un vestidito azul, un cochecito con la cabeza de Pluto y muchos sonajeros y chupetes.

- La próxima vez te acompaño yo a la eco –dijo su hermana Luz.

- ¡Un niño! –exclamó Mar-. Yo creo que a Chema le encantará un niño, aunque, bueno, lo importante es que nazca bien.

- Y guapo –puntualizó Pilar-. Aunque con ese padre será fácil.

- Pero siéntate, no estés de pie, no te canses –dijo su hermana mientras le acercaba una silla.

Carmen se sentó. Sobre la mesa, aparte de los regalos, había también varias latas de cerveza, con y sin alcohol, y varios cuencos con patatas fritas y frutos secos. Carmen cogió una patata y la mordisqueó. La sal le revivió sus labios secos.

- Ésta para ti –dijo Pilar tendiéndole una lata de cerveza sin alcohol-. Y éstas para nosotras.

El teléfono sonó. Carmen ya sabía que se trataba de Chema. Desde que le había dado la noticia, hacía ya tres meses, la llamaba todos los días varias veces. Siempre citaba aquella noche en que después de ver “Los puentes de Madison” habían hecho el amor. Él estimaba que aquél debió ser el día en el que habían concebido al bebé.

- Sí, es un niño –se oyó decir-. Sí, todo bien, muy bien. Sí, eso ha dicho el médico. Hacía un poco de cosquillas y estaba helado. Ya, me imagino que tendrás muchas ganas de volver de Houston. Están aquí mi hermana, Mar y Pilar, me han preparado una fiestecilla. Te dejo, que están aquí esperando. Yo a ti también.

Carmen colgó y dejó el móvil sobre la mesa, al lado del cuenco de las almendras. Cogió una de ellas e intentó quitar la cáscara, pero no lo consiguió. Se la metió en la boca y la masticó lentamente.

- Qué suerte –dijo Pilar-. Un niño. Después de tantos años por fin lo habéis logrado.

Mar le dirigió una mirada fija y acerada.

- ¿Qué pasa? –replicó Pilar-. Eso no importa ahora. ¿Qué más da que hayan tenido que esperar ocho años. Lo importante es que llegó. Siempre habías comentado que como mucho uno, ¿no?

Carmen sonrió y asintió con la cabeza. Las bocas sonrientes de sus amigas se le asemejaron a grandes almejas. Bebió un largo trago de cerveza.

- 0,0 –dijo Pilar-. A partir de ahora, sólo eso, por lo menos durante una temporada.

Su hermana fue al dormitorio. Carmen escuchó un arrastrar de ruedas que chirriaban sobre el parquet.

- Y mira esto –dijo Luz mientras entraba con un cochecito de niños-. Por aquí han pasado ya Jorge, Marcos y Teresa, y ahora se sentará… ¿Cómo lo vais a llamar?

- No sé, aún no lo hemos pensado. A Chema siempre le gustó Mario.

- Pues Mario se sentará aquí, y, ¿quién sabe si alguien más?

Las cuatro continuaron la fiesta hasta que acabaron la cerveza. Luz, Mar y Pilar charlaban a voces y reían con estrépito. Pilar contó varias anécdotas divertidas sobre su oficina.

Cuando se marchaban, bien pasada la medianoche, Mar se acercó a Carmen.

- ¿Puedo? –dijo mientras acercaba su mano a Carmen.

Mar apoyó una mano cálida sobre el vientre de Carmen. Una sonrisa se abrió en su rostro mientras perdía la mirada-. Parece que se nota ya.

Cuando se marcharon, Carmen recogió las latas y vació los cuencos de frutos secos. Se sentó en el sofá y se apretó contra sí un cojín de cuadros rojos y negros. Pensó que tenía el tamaño adecuado para un vientre de cinco meses.

miércoles, 6 de junio de 2012

El mal de la soledad (Accésit del XX Concurso de Cuentos Villa de Mazarrón Antonio Segado del Olmo


Yin Hi despertó con la suave caricia de los rayos solares y encontró a pocos metros de donde se encontraba, como era habitual, el cuenco de arroz. Jamás había conseguido averiguar cómo aparecía allí. En ocasiones había fingido dormir para intentar sorprender a quien lo alimentaba, pero finalmente el sueño le conquistaba y al recuperar la vigilia siempre aparecía cerca de él la comida. Llegó a creer que en el arroz o en el agua se hallaba algún potente narcótico que le infundía un profundo sueño, por lo que optó por no comer ni beber con el fin de vencer a la noche y descubrir a aquél que lo sustentaba. Sin embargo, no conseguía nada, pues los párpados finalizaban abatiéndose y no lograba otra cosa que padecer los tormentos del hambre y la sequía.

Cuando terminó el arroz arrojó el cuenco contra el suelo y se hizo añicos. Practicaba esa costumbre con el fin de contrariar a su carcelero, de modo que éste reaccionase de alguna manera, que se manifestase de alguna forma, aunque fuera castigándole sin alimentarle. Yin Hi no obtenía ningún resultado: al despertar encontraba invariablemente próximos a él un cuenco con arroz, otro con agua y algunas ciruelas.

Dejó de contar el tiempo que llevaba en la prisión a los cuatro años. Desde entonces, muchas veces había visto sucederse al sol y a la luna. Incluso es posible que hubiese muerto ya el viejo emperador que le encarceló. “¡Ah, necio Yuan! No supiste sacrificar tu reinado por la felicidad de los hombres”, pensaba Yin Hi. Él aseveraba que si del Tao habían surgido el yin y el yang, si a la noche le sucede el día, si al frío el calor, si al ruido el silencio, de la misma manera al Mal le debía continuar el Bien. Predicó su sofisma al principio en su aldea, después en las circundantes; acabó en la capital Lu-yi. Miles de adeptos encontró el capricho de Yin Hi en la ciudad del emperador. La locura se apoderó de sus habitantes. El saqueo fue espantoso; los crímenes cometidos, inenarrables. El emperador Yuan hubo de levantar a sus soldados y lanzarlos contra la ciudad. La batalla transmutó a los generales en carniceros. Un reducido número de acólitos de Yin Hi sobrevivió al ataque del ejército, entre ellos el propio Yin Hi. El emperador dictó su sentencia: todos los discípulos de aquella infame moral sufrieron los rigores de la espada y su líder fue encerrado en una de las prisiones de la rosa.

Yin Hi, cansado de su paseo matutino, se sentó en el suelo y recostó la cabeza sobre el frío muro. Había oído que caminando siempre a la izquierda podía hallarse, con algo de paciencia, la salida de un dédalo; él había desechado aquella idea, había descubierto que era falsa. Antes de ingresar en cautiverio fue dormido por la acción de ciertas plantas, y al despertar ya se encontraba en aquel lugar, solo. Él sabía de dos cárceles de esas características: una cerca de Xiangyang y otra en las tierras lejanas de Samarkanda, aunque estaba convencido de que debían de existir muchas más, aún vacías. Recibían el nombre de prisiones de la rosa porque su geometría laberíntica recordaba a los pétalos de esa flor. Allí sólo había cabida para dos cautivos y un único carcelero que les mantenía. Yin Hi desconocía el modo en que el carcelero podía localizarle siempre. A veces creía que moraba en el subsuelo y escuchaba sus pisadas sobre la superficie; también suponía en otras ocasiones que aquellos muros, grises e infranqueables para él, eran diáfanos y transitables para aquél que lo alimentaba.

No podía precisar si había llegado ya su compañero de suplicio: sufría desde tiempo atrás el mal de la soledad. Yin Hi había oído hablar de él por viajeros que habían recorrido los desiertos sin compañía alguna. La mente les empieza a flaquear e imaginan que no se encuentran solos. Conversan con sus sueños y la enfermedad va creciendo en ellos de modo que cesan de discernir si se trata de ilusión o realidad; ingresan entonces en el dominio de la locura. Yin Hi ya había recibido la visita de varias fantasías. En los comienzos las reconocía muy fácilmente, pues eran seres absurdos: hombres de estatura infinita, de cabellos rojizos y ojos como el cielo e incluso mujeres. Hasta llegó a gozar de una de ellas, y el placer fue tan grande que dudó de que no fuese más que el resultado de su imaginación.

Su último compañero había sido Li-Kun. Lo encontró sentado en el suelo, con la mirada perdida. La nobleza de su aspecto le provocó tal respeto que en varios días no se atrevió a acercarse. Durante todo ese tiempo aquel hombre no movió un solo músculo y sus ojos no se apartaban de cierta rugosidad del muro. Por fin, Yin Hi venció su temor y se aproximó. Durante su primera conversación con él le relató la historia más increíble que jamás había escuchado. Dijo que su nombre era Li-Kun y que el emperador Wu le había encargado la búsqueda del secreto de la inmortalidad. Yin Hi conocía al emperador Wu, el último de los   Tchao, y sabía que su reinado había finalizado hacía más de cuatrocientos años. Junto con cinco soldados y su perro habían fatigado China para encontrar aquellas aguas que diesen la vida eterna. Los alquimistas ya habían conseguido transformar el cinabrio en oro, el metal más perfecto. Por esta razón, Li-Kun supuso que debía disolver cinabrio en el agua apropiada para conseguir su propósito. Por fin, encontraron lo que buscaban: se trataba de un riachuelo en la isla de P´ong Lai. Recogieron un cuenco de agua de ese río y vertieron sobre él polvo de cinabrio. El primero en beber fue su fiel perro, el cual cayó muerto. Li-Kun pensó que tal vez el goce de la inmortalidad no podía estar destinado a un animal y el intento le había provocado la muerte. Ninguno de sus guerreros osó probar de aquellas aguas, por lo que él mismo lo hizo. Un simple sorbo le bastó para fallecer. Los otros cinco hombres optaron por vivir unos pocos años más y se alejaron de la isla. Le despertaron los lametones de su perro. Descubrió que la vida le había sido devuelta después de transcurrir cierto tiempo en los reinos oscuros de  la muerte. Resolvió no regresar inmediatamente con su hallazgo ante el emperador, pues consideraba a Wu un gobernante poco sensato que no era merecedor del don de vivir por siempre. Li-Kun viajó hacia donde el sol se retira con la intención de conocer otros pueblos y otras culturas. Admiró edificios colosales, frutas de sabor desconocido, mujeres con la piel del color de la luna. Hubo un ajuste cósmico y a los Tchao le sucedieron los Hia. Cien años tuvieron que transcurrir para que Li-kun se decidiese a volver a su tierra, pero para entonces ya había comprendido cosas que un simple hombre no podría entender en su corta vida, y sentenciaba que los dioses debían castigar a quien osase intentar perpetuar la miseria de los humanos.

Durante una pelea fue atravesado por un puñal, pero gracias a su condición de inmortal el acero emergió de sus carnes limpio de sangre. El prodigio recorrió la ciudad de Tai K´nei y llegó a los oídos del emperador Tan. Éste hizo apresar a Li-Kun pues sospechaba que podía tener el don de la vida imperecedera. “El muy iluso también la ansiaba”, le dijo a Yin Hi. No reveló el lugar en el que se hallaban las aguas malditas, y al no poder matarlo el emperador lo encerró en aquella cárcel laberíntica. Llevaba allí más de trescientos años.

Yin Hi no creyó una sola palabra de aquella insólita narración. Pensaba que la falta de trato humano durante su encierro había abismado al pobre infeliz hacia la demencia. Poco después caviló que tal vez Li-Kun el inmortal fuese el fruto del mal de la soledad. Al principio tenía un cierto temor a ese hombre que de cuando en cuando se ensimismaba durante días con un simple grano de arroz. Afirmaba que no encontraba diferencia alguna entre un segundo y un año pues ambos duraban lo que un latido. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a sentir un sincero afecto por Li-Kun. Su profunda voz le serenaba y su conversación era agradable; además, gozaba de un excelente sentido del humor. Entre ambos confeccionaron unas rudimentarias piezas de ajedrez con las que suavizaban su penoso cautiverio. Un día Li-Kun le preguntó si conocía el llamado mal de la soledad. Explicó que durante sus viajes había conocido a hombres que la habían padecido y le habían contado cómo tras carecer durante un tiempo prolongado de abandono la fantasía les conquistaba. A Yin Hi este discurso le hizo sospechar que aquel hombre era falso, que nunca había existido. Decidió verificarlo esa misma noche. Aguardó con impaciencia y nerviosismo a que Li-Kun se durmiera. Se acercó con sigilo y le clavó un puñal en el pecho. Al sacarlo observó que la hoja se hallaba inmaculada. Li-Kun le miró sin sorpresa y le dijo que sabía que nunca le había creído. Yin Hi durmió tranquilo pues había certificado que su amigo no existía excepto dentro de su imaginación. Le alegró significar que aún discernía la realidad de lo que no lo era.

Aquel descubrimiento modificó las relaciones entre ambos. Aunque Li-Kun conservaba su jovialidad y buen humor, Yin Hi encontraba su conversación tremendamente cansina. Las partidas de ajedrez dejaron de interesarle y procuraba en lo posible hablar lo mínimo con él. Yin Hi percibió que el otro había apreciado el cambio. En ese momento decidió olvidarse de él. Antes de retirarse a descansar le dijo: “Eres inmortal porque tu vida se reduce a mi imaginación, que es infinita”. Li-Kun no objetó nada a aquella afirmación. Cuando Yin Hi despertó a la mañana siguiente se halló de nuevo solo.

Pronto se arrepintió de haber hecho desaparecer a Li-Kun. Con él había ocupado placenteramente las tediosas mañanas y las calurosas tardes. Además se sentía seguro al poder distinguir entre realidad e ilusión: sabía con certeza que aquel hombre no existía y tenía miedo de no lograrlo con la siguiente persona que apareciese.

Muchos días transcurrieron hasta que volvió a dirigir una palabra a alguien. Este hombre era bastante parecido a él pero mucho más joven. Su nombre era Lai-Tsé y relató que había sido encerrado por haber promovido el caos en el reino de Xian. Afirmaba que no había influencia alguna entre el hombre y los sucesos, es decir, que las acciones de las personas no afectaban nada en el transcurrir de los hechos. Por esta razón sus seguidores y él se entregaron al libertinaje y a la depravación, pues nada de lo que hicieran podría condicionar el futuro, y el presente no existe. Muchos días y noches invirtieron en discusiones. Yin Hi refutaba la teoría de Lai-Tsé, pues según el Libro de las Mutaciones los surcos que efectúan los agricultores con sus arados sobre la tierra modifican la línea de los astros, porque todo ello estaba ordenado por el Creador. Lai-Tsé negaba incluso la existencia del Creador pues las cosas se producen a sí mismas espontáneamente; si hubiese un Creador, éste no sería más que una cosa entre tantas, y ¿cómo un Creador podía crearse a sí mismo? Cuando finalizaban sus debates ninguno convencía al otro, pero eso no era lo que más preocupaba a Yin Hi: lo que verdaderamente le atormentaba era desconocer totalmente la naturaleza de su amigo.

También él le habló del mal de la soledad. Según Lai-Tsé, Ulises, el vencedor de Troya, la había sufrido. Tras haber sido liberado por Mercurio de las redes de Calipso, Ulises naufragó y arribó a la tierra de los feacios. En realidad, los feacios nunca existieron: la isla estaba completamente desierta y tras vivir allí largo tiempo en soledad Ulises soñó con Nausica y con su regreso a Itaca. Él jamás partió de aquella isla y murió con el convencimiento de que había vuelto con su esposa. Yin Hi recordó una frase que le dijo en cierta ocasión Li-Kun: “Estas paredes para ti configuran un laberinto; para mí el mundo entero es un laberinto”. Yin Hi le confesó que no podía tener certeza de su existencia. Lai-Tsé aseguró que él era real. Le enseñó su cuenco de arroz y le pidió que comiera de él. Yin Hi le replicó que también podía imaginar sabores. Entonces Lai-Tsé arrebató el cuenco de Yin Hi y lo vació en el suyo. “Tampoco significa nada -dijo Yin Hi-. Podría imaginar que te doy mi arroz y sin embargo me lo como yo todo. O incluso podría no haber nada en mi cuenco y soñar que sigue lleno”. Lai-Tsé guardó silencio. Al día siguiente Yin Hi se convenció de que había perdido completamente la razón cuando al despertar volvía a encontrarse solo, esta vez sin haberlo deseado.

El carcelero Che-Huang entró en el laberinto llevando en las manos un cuenco inexistente. Anduvo unos pasos y lo depositó en el suelo. Miró hacia el cielo y decidió marcharse ya pues pronto los rayos solares acariciarían con suavidad el rostro de su preso imaginario y despertaría.

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