martes, 16 de diciembre de 2008

Por la mañana

Miras el reloj y son las seis y veinte, el tren está a punto de salir. Te sientes cansado, la noche anterior estuvo poblada de confusos y delirantes sueños, que ahora no eres capaz de recordar, nada más allá de un pastoso sabor de boca. Un pitido suena insistentemente y anuncia que el tren se dispone a arrancar. Te has colocado en el asiento de la ventanilla, y apoyas la cabeza contra el cristal, te apacigua ese sentimiento de fresco que te recorre la frente y que se extiende por todo tu cuerpo como si fuera una húmeda serpiente. Aún es noche cerrada, y sufres por la ciudad que se va estirando como una goma elástica, desgajándose en barrios misérrimos cada vez más pobremente iluminados, hasta que la noche se apodera de esas fábricas somnolientas y de las chabolas desesperadas.

El vagón se halla salpicado de obreros de rasgos eslavos que cabecean unánimemente al compás del traqueteo del tren. Te giras y en el asiento de detrás ves que hay un periódico gratuito. Lo coges y lo hojeas sin mucha convicción. Las páginas crepitan entre los dedos, y lees que el madrid ganó dos a cero y que una película americana de superhéroes fue la más vista la semana pasada. Sabes que hoy en la empresa te van a dar la carta de despido. Zapatero negocia con otros partidos para formar un gobierno estable. Tienes la sensación de que las hojas del diario huelen a culo, y estimas que en el trayecto anterior alguien debió de estar sentado encima de él. Lo escupes al asiento de al lado como si fuera una flema. Vuelves la mirada hacia la ventanilla y ves una playa de arenas blancas y un mar donde el sol juguetea sobre la espuma de las olas. Un albatros sobrevuela el agua y se posa sobre una piedra. Te rascas con el meñique el ojo izquierdo, y detrás de la ventanilla ves alguna farola que solloza su luz anaranjada iluminando un bloque gris de pisos. Miras al resto de viajeros, no sabes si alguien más vio lo mismo que tú. Todos duermen, excepto un viejo de poblada barba blanca y unas arrugas que le desprenden la boca. Él te mira fijamente, y, por pudor, vuelves a apoyar la cabeza contra el cristal de la ventanilla. El sol te ciega. Un sombrero de paja descansa sobre la arena, y, a su lado, tumbada, una mujer joven de cabellos lisos y oscuros te sonríe. Su cabeza reposa sobre una mano, y con la otra te hace un gesto, y no sabes distinguir si se trata de una llamada o de una despedida.

El tren se detiene y las puertas se abren. No escuchas ningún pitido de cierre de puertas, de hecho, aún no ha alcanzado la siguiente estación. Te levantas y te acercas hacia ellas. La noche aferra sus dedos enganchando al próximo día. El apeadero se encuentra a unos doscientos metros de donde se ha detenido el tren. El viento hace bailar en un bamboleo anodino un cartel metálico. Bajas del tren, y las lágrimas que comienzan a paladear tus ojos no sabes si se deben al sol que los acaricia, al olor a sal de mar o a los negros ojos de la mujer que te coge de la mano.

domingo, 18 de mayo de 2008

Doña Margarita

Desde que despidieron a Jaime de la pastelería, no había conseguido ningún otro trabajo. Destinaba los días a fatigar todas las tiendas de la ciudad interrogando para ver si se requería cualquier tipo de ocupación. Durante las noches, revolvía los contenedores de basura, rescatando de cuando en cuando algo que pudiera serle de utilidad. Se sorprendía de la cantidad de ropa que la gente despreciaba, ropa incluso de buena calidad y sin ningún tipo de desperfectos, afirmaba mientras se contemplaba en el espejo de su casa. También hallaba objetos de lo más variado, desde peines cariados hasta radios afónicas, que los fines de semana disponía sobre una sábana en la calle Atocha.

Un miércoles helado, Jaime encontró el bolso de doña Margarita. No había sido encerrado en alguna bolsa de supermercado, ni siquiera lo habían sumergido en la panza del contenedor, sino que simplemente yacía sobre el lecho anaranjado. Era un bolso de cuero y cierre metálico. Las esquinas estaban ya despellejadas. Sonó un clic cuando lo abrió. Paseó con torpeza los dedos por el interior del bolso. Jaime vio sobres, fotos, y algo que parecía un billete de mil pesetas. Había oído que en el Banco de España aún podían canjearse por euros, por lo que lo guardó en el bolsillo y se propuso cambiarlo al día siguiente. En ese momento pensó que tal vez hubiera más dinero escondido dentro del bolso. Sintió miedo por si alguien le observara y dedujera erróneamente que lo había robado. Resolvió guardarlo en su mochila y regresar a casa, donde podría seguir inspeccionando con mayor tranquilidad.

Mientras calentaba con una resistencia eléctrica una sopa de sobre, comprobó que no se había equivocado: había monedas de veinticinco y cien pesetas, y un billete de cien, quinientas, mil, dos mil y hasta de cinco mil pesetas. Ese dinero, bien administrado, podía durarle bastante. Por el bolso podría sacar incluso seis euros, fantaseó. La sopa estaba asentándose en su estómago, le estaba sentando bien. Cuando la terminó, dobló en dos la almohada y se tumbó en la cama. Desparramó las fotos encima de la colcha. Cogió una de ellas al azar. Le sonreía una mujer de aproximadamente su edad, aunque la foto se veía ya antigua, los bordes estaban rajados. Llevaba unas gafas de montura cuadrada negra y una camisa de flores. El sol brillaba en su pelo. Detrás de ella había una casa de cal coronada por una placa con el número catorce. Tanteó la cama buscando más fotos. Cogió varias y las miró detenidamente. En todas ellas se encontraba aquella mujer cincuentona, siempre vestida de manera desenfadada y colorida, siempre con una sonrisa que se le derramaba de la boca. En casi todas, aparecía aquel pueblo de casas blancas y sol destellante. Jaime tuvo la impresión de que ese pueblo debía oler a aceitunas. Se incorporó de la cama y vació la cartera sobre la colcha. Cayeron más fotografías y un anillo con un sello rotundo. Se levantó y hurgando un cajón rescató un cigarrillo impotente. Mientras lo fumaba, siguió viendo esas nuevas fotos que habían aparecido. En éstas, el fondo había cambiado. Ya no se trataba de un paisaje campesino, sino que la inmensidad del mar lo dominaba todo. Jaime pensó que él nunca había visto el mar. En ellas, aquella mujer aparecía erguida con los brazos detrás de la espalda, siempre sonriendo. Llevaba un bañador azul que rivalizaba con aquellos cielos limpios de nubes. No llevaba gafas y Jaime descubrió que tenía los ojos verdes. Giró la fotografía y, con tinta roja, aparecía escrito: “Gandía, verano del ochenta”, así, escrito con letras en lugar de con números. Continuó observando las fotos. Ahora estaba en un apartamento de playa, dedujo Jaime. El agua del mar se colaba por las ventanas abiertas. Apartó una fotografía que mostraba únicamente sus piernas gruesas aprisionadas por unos shorts blancos. En otra fotografía había un hombre. Era un hombre calvo y muy delgado, de bigote rancio, que intentaba ocultar su rostro con un gesto de la mano.

Cuando terminó con las fotos, cogió el mazo de cartas ahorcado por una goma elástica verde. No tenían remitente, tan solo una inicial, una letra p mayúscula. El remite de todas ellas era “Margarita González Castro, calle San Antonio, 14 Andújar (Jaén)”. No llegaban a la media docena. Las leyó de un tirón, repasando algunos párrafos que no conseguía entender bien. La letra era inequívocamente masculina; eran trazos fuertes, en donde las tes sombrereaban toda la palabra. Le llamó la atención que ninguna i se hallara puntuada. Las releyó ordenándolas por las fechas del matasellos, No eran cartas de amor. Hablaban de un verano en la costa y de un invierno lluvioso en Bilbao. En las últimas, se desparramaba una desesperación por la falta de respuesta.

Aquella noche Jaime durmió mal. La noche del domingo regresó al edificio donde había encontrado la cartera de doña Margarita. Rebuscó en la basura, pero no vio nada de interés. Miró hacia arriba y en un balcón había un cartel de “Se vende”. Jaime regresó a su casa y volvió a calentarse una sopa de sobre. El fin de semana consiguió vender el bolso por ocho euros.

Dos billetes de veinte euros

Camilo no recordaba a la primera mujer con la que se acostó. En realidad, no tenía ni idea de quién había sido la segunda ni la tercera ni la cuarta. Pero sí que permanecía en él un recuerdo esculpido en piedra de la quinta. Se llamaba Clara Monzón Arrieta. Vivía en la calle Doctor Fourquet de Madrid, y su padre se llamaba Venancio y su madre Clara, como ella. Sabía todos esos datos porque, mientras Clara dormía profundamente después de esa noche de sexo y cocaína, Camilo se había levantado de la cama y había hurgado en su bolso. De la cartera sacó el carné de identidad. Miró la foto y constato que Clara se había teñido el pelo de rubio, y se sorprendió de que la sonrisa boba que mostraba la foto le pareciera adorable. En el interior del bolso también había un bolígrafo, un cuadernito de tapas duras de colores y un cucurucho arrugado con castañas asadas. Del piso de al lado vinieron las campanadas de un reloj de pared. Camilo contó hasta cuatro, aunque perdió la cuenta y no estaba seguro si no habría sonado alguna más. Sacó dos billetes de veinte euros de la cartera y cerró el bolso. Se acercó a la cama y metió los billetes debajo del almohadón. Al apoyar la cabeza crepitaron como la leña que arde en la chimenea. No se dio cuenta de cuando se durmió. Cuando se despertó, la luz del día ya anegaba la habitación. Clara seguía tumbada a su lado. Tardó unos segundos en descubrir que estaba muerta. Camilo se incorporó de un salto, aunque no llegó a gritar. La almohada cayó al suelo y los dos billetes de veinte euros se mostraron arrugados. Recogió la ropa que agonizaba en el suelo y se vistió apresuradamente. Cogió los billetes y los guardó en el bolsillo hechos una bola. Antes de salir de la casa, giró sobre sus pasos y volvió a meter el dinero en la cartera de ella. Por un momento, valoró la posibilidad de avisar a Venancio.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Top Manta

Hacía ya ocho días que Ruth no le cogía el teléfono. Cuando el tono del móvil cambiaba para informar que el interlocutor no estaba disponible, Pablo se quedaba mirando el aparato durante unos segundos, como si ese hecho pudiera conjurarla de alguna manera. Se puso el uniforme y salió de su casa. El sonido de la puerta al cerrarse nunca le había parecido tan hueco. Pasó la mano por debajo de la barbilla. Hacía ya ocho días que no se afeitaba.

Al entrar en la comisaría de Leganitos, el inspector López le guiñó un ojo. Tardó unos instantes en comprender que este gesto se debía a la confianza que López había depositado en su próximo ascenso. Se sentó a su mesa y ojeó unos papeles que tenía en el cartapacio. Cuando los guardó en el archivador, constató que si alguien le hubiera preguntado sobre qué trataban, no hubiera sabido responder.

Adujo una vaga e imprecisa excusa y salió de la comisaría, no aguantaba el calor allí dentro. Caminó hacia la Gran Vía. Cogió el móvil para llamar a Ruth, y en esa ocasión la jungla de los automóviles le impidió saber si la llamada había finalizado. Comprobó que ella no había cogido del teléfono. Bajó por Montera hasta Sol. Las prostitutas bajaban la vista a su paso, y el cuello se le desgobernó cuando alcanzó la tienda de vestidos de novia.

Pablo aceleró el paso al llegar a la calle del Carmen. Decidió que debía entrar en una perfumería y comprar a su novia un bote de colonia, uno grande de Channel nº 5, le parecía recordar que Ruth alguna vez le había hablado sobre él. Enfrente de la peluquería, salpicadas por el suelo, se extendían un montón de sábanas con discos piratas y bolsos de imitación. Cuando lo vieron, los negros recogieron rápidamente sus sábanas y comenzaron a correr en dirección a Callao. Un teléfono móvil, de color rojo, igual que el de Ruth, quedó girando como si fuera una peonza lánguida. Pablo se lanzó a su persecución. En su huida, uno de ellos tropezó con una señora de edad avanzada y la derribó. Pablo consiguió agarrar del cuello a uno de los negros, que cayó al suelo. Su sabana se abrió y escupió sobre las baldosas varias cajas de colonia. El africano le miraba con los ojos empapados de sudor. Miró hacia abajo y una caja de Channel nº 5 se rozaba contra su bota como si fuera una gata mimosa. La recogió del suelo, le dio al negro un billete de veinte euros y, mientras se dirigía con pasos demorados hacia Sol, sacó del bolsillo su móvil.

viernes, 9 de mayo de 2008

Hora de cierre

La camarera estaba sentada a una mesa ordenando naipes y agrupándolos en mazos separados. Los acariciaba con sus dedos y hacía deslizar las cartas de una mano a otra. En ocasiones, cuando consideraba que el tacto de unas y otras difería, las volteaba para comprobar si pertenecían a la misma baraja o si por el contrario se trataba de una intrusa.

Quedaba un único cliente en el bar. El hombre persianaba los ojos con los párpados y murmuraba frases ininteligibles, gesticulando con vehemencia hacia su vaso de Larios con tónica. Se levantó, depositó un billete sobre la barra y se marchó con pasos titubeantes. Ella cerró con llave la puerta y subió el volumen de la televisión. Se volvió a sentar y observa los ocho mazos de cartas que cuidadosamente había acabado de recoger. Dejó caer las dos manos sobre las barajas y las segó con los brazos hasta convertir la mesa en un campo de batalla caótico. Cogió dos naipes y sonrió al constatar que se trataban de un cuatro y un cinco de copas.

domingo, 4 de mayo de 2008

El himno

Castro formó parte del primer once que jugó el Hinojosas, hacía ya cincuenta años. Por entonces contaba con veintipocos años y un inconmensurable amor por la pelota y por Rosita, la muchacha más hermosa del pueblo. Unas rodillas torturadas por las patadas y los campos trufados de piedras obligaron a que abandonara el fútbol. Un cáncer en los huesos le separó de Rosita, después de una vida y una vejez acompañada finalmente por caricias rugosas de sesentones.

Nunca pudo dimitir del todo de su equipo. Cuando dejó de jugar, se dedicaba a pasar la fregona por los vestuarios, a quitar una a una las rocas que salpimentaban el campo o a lavar la camiseta de los jugadores. Todos los días de la semana se le veía, sobre todo después de enterrar a Rosita, paseándose por el campo de fútbol, recordando sus días de ínfima gloria, dando patadas a balones invisibles, pertinazmente abrigado por su terno gris nevado de una capa costrosa y su infame y pestilente tagarnina colgando de la comisura de sus labios.

Aquel año se cumplía el cincuenta aniversario del primer partido del Hinojosas. Apenas quedaban vivos tres o cuatro hombres de esa primera alineación. Don Roque, el alcalde del pueblo, que alternaba el PSOE y el PP cada cuatro años, según soplaran los vientos, estimó que el equipo tuviera un himno. El problema estribaba en las magras arcas municipales para contratar un músico que lo compusiera y en el nulo talento que atesoraban los parroquianos para la música. Castró recordó que Rosita poseía algunas nociones de solfeo que había intentado inculcarle con moderado éxito durante sus primeros años de noviazgo, cantándole al oído canciones de la Piquer mientras bailaban agarrados en las fiestas. Camilo, el dueño del bar, destacó que había algún remoto y alambicado parentesco entre Castro y el bajista de Fórmula V. Castro se dijo que porqué no. Don Roque sabía que no había ninguna otra opción, al menos más económica, por lo que encargó al ex - jugador y ex - jornalero la composición del himno.

Castro se encerró en su casa durante dos semanas. Rescató del fondo del arcón unos blocs descascarillados y ahogados de polvo. Todos los días, después de fregar los platos del almuerzo, se sentaba a la mesa con un lápiz de punta afilada y un vaso de vino y emborronaba esos cuadernitos que olían a humedad.

Llegó el día del partido. Todo el pueblo se había reunido en el campo para escuchar aquel himno en el que tan denodadamente había trabajado Castro. El encuentro comenzó y Castro no aparecía. La calva de Don Roque refulgía de indignación y los parroquianos no podían evitar una sonrisa. “¿A quién se le habría ocurrido plantear esa tarea a una persona con tan pocas luces como Castro?”, se preguntaban unos a otros con jolgorio. Mediada la segunda parte, llegó Castro con un órgano Casio que le había prestado un amigo en el pueblo de al lado. Hubo de confesar al alcalde que se había quedado dormido, que estaba extenuado del trabajo que había tenido que realizar para concluir el himno para el día del partido. Observó apesadumbrado que perdían dos a cero. Camilo había traído de su equipo para las fiestas un micrófono y unos altavoces. Los colocó al lado del órgano y los conectó. Castro pulsó un botón del Casio y un ritmillo comenzó a sonar. La risa arreció entre el público. Castro colocó las manos sobre el teclado y comenzó a mover los dedos sobre las teclas y a cantar, y la melodía que surgía del instrumento y la voz que emanaba de su boca saturada de tabaco conmovió de tal modo a los parroquianos que se produjo un silencio de plomo. Los veintidós jugadores se fueron deteniendo paulatinamente y todos miraban a aquel hombre de cabellera rebelde y terno raído y oscuro que cantaba con la voz más hermosa que habían escuchado nunca. Cuando acabó el himno, todos los presentes, espectadores y futbolistas, con lágrimas como gotas de lluvia, comenzaron a aplaudir a Castro. Él, que del fútbol sólo había recibido patadas y silbidos, saludó a todos con gesto torero girando sobre sus talones.

sábado, 26 de abril de 2008

La cucaracha y el armario

Marisol se ayudó con la cadera para abrir la puerta de la cocina. Dejó sobre la mesa las cuatro pesadas bolsas que había traído del supermercado y resopló. Sintió que le temblaban los brazos, parecía como si le recorriera una pequeña corriente eléctrica por ellos, le daba incluso ganas de reir. Se miró las manos y se vio los dedos morados e hinchados, con unos anillos blancos en cada uno de ellos. Otro día sin quitarme la alianza, se convenció.

Guardó debajo del fregadero el detergente en polvo y el suavizante para la ropa. Abrió la puerta de la nevera y un molesto zumbido afloró de su interior, como un moscardón dentro de su cabeza. Antes nunca lo escuchaba, siempre quedaba enmascarado por la costumbre que tenía Toni de enunciar los alimentos que le iba pasando para que ella los fuera guardando en el interior. Comenzó a colocar los cartones de leche, las latas de cerveza, una docena de huevos y el cuarto de queso fresco. Al menos, ya no apesta la nevera a queso podrido, se dijo mientras apoyaba la mano en los muslos y se incorporaba. Solamente restaban por almacenar las bandejas de carne. Decidió congelarlas, no sabía cuándo iba a cocinarla y no quería que se le pusiera en mal estado, como había ocurrido la última vez. Abrió la alacena para meter las bolsas del supermercado. Cuando las retiró la vio. Era una cucaracha. Estaba encima de la mesa. Tenía el cuerpo levantado sobre sus finas patas y a Marisol se le antojó tan enorme como un caballo. El insecto se hallaba quieto, únicamente movía de manera casi imperceptible sus largas antenas, parecía expectante a la reacción de la mujer. Las bolsas vacías se le cayeron al suelo, no sabía qué hacer. Se quitó el zapato y le dio un golpe fuerte, tal y como había visto hacer siempre a Toni, mientras ella salía de la habitación donde estuviera el bicho y le gritaba mátala. Cuando Marisol levantó el zapato vio a la cucaracha aplastada contra la madera de la mesa, aunque no se encontraba totalmente muerta, una de sus antenas se movía con dificultad. La golpeó una y otra vez, hasta que no quedó algo más que un líquido de apariencia viscosa y pequeños trozos del caparazón. Marisol se apoyó contra la nevera y se dejó deslizar hasta apoyarse en el suelo. Las lágrimas apenas le permitían volver a ponerse el zapato.



Toni dejó caer su abrigo azul sobre el sofá del salón y entró en el dormitorio. Depositó la maleta en el suelo y movió el dedo pulgar arriba y abajo sobre el seguro de la maleta. Las ruedas dentadas marcaron el número dos mil, era el año en el que había conocido a Marisol. Abrió la maleta y su hueco vacío le pareció una gran boca que bostezaba con un apetito atroz. Se frotó con fuerza las manos: en esa habitación siempre hacía frío, especialmente en los días de otoño, cuando el viento soplaba con fuerza y hacia retumbar la persiana y el aire helado resbalaba entre las junturas de la ventana.

Giró la llave de la puerta del armario y lo abrió. Toni fue intuyendo poco a poco un olor apagado a suavizante. Allí aparecieron abrigos, cazadoras, jerseys, camisas e incluso algún vestido. En la balda de abajo se encontró con la ropa de verano: bañadores, camisetas y polos. Las habían colocado ahí hacía dos meses, en silencio, reemplazando en las perchas las prendas calurosas por las de abrigo. Marisol lo había sacado todo colocándolo encima de la cama, y él se encargó de abrazar las perchas con la ropa y colgarlas en el interior del armario. La ropa se encontraba entremezclada, había prendas de ella y de él dispuestas azarosamente sobre la barra que sujetaba las perchas. Una sonrisa condescendiente se formó en sus labios al constatar que lo que predominaba era ropa de ella.

Alisó la cama deshecha y colocó sobre ella las perchas que sujetaban su ropa. Las apiló con cuidado, formando un abanico de modo que pudiera ver perfectamente qué era lo que llevaba cada una. Sacó seis camisas, cuatro pantalones y dos trajes. Se agachó y de las baldas inferiores cogió unos jerseys, dos pijamas, varias camisetas y el bañador. La última vez que lo había usado había sido ese verano, en San Sebastián, y su tacto áspero le hizo intuir que el salitre permanecía adherido a la tela. Nunca lo aclaraba después de bañarse, a pesar de la insistencia de ella, incluso le mentía diciéndole que ya lo había hecho. Cuando toda su vestimenta estuvo esparcida sobre la cama, se extrañó al comprobar que tenía allí una gran cantidad de ropa, nunca se lo hubiera imaginado.

Empezó a guardar las prendas en la maleta. Primero colocó las mayores y más mullidas: los jerseys, los pijamas y los trajes. Sabía que éstos se iban a arrugar, pero decidió que no le importaba lo más mínimo, los llevaría a la tintorería, se dijo. Continuó con los pantalones vaqueros y se percató de que con uno de ellos se había confundido y había cogido por equivocación unos de ella. Recordó el día que los compraron. Les había gustado a ambos el mismo modelo de pantalones. Aquel día Marisol llevaba una camiseta blanca, a Toni le pareció que estaba muy hermosa. Se divirtieron mucho, jugaron a ponerse el uno los pantalones del otro. Entraron juntos al probador y ella le decía: “Te marca un poco aquí”, mientras su mano presionaba con fuerza la entrepierna de Toni. Vio sus pantalones en el armario y los sustituyó por los de Marisol. Cuando terminó de colocar todo se sentó encima de la maleta para conseguir cerrarla. Se levantó emitiendo un suspiro y encendió un cigarrillo. El humo comenzó a revolotear por la habitación, enroscándose en la ropa del interior del armario. Se dirigió al salón y abrió la ventana. Afuera, un gato hurgaba con determinación en el interior de una bolsa de basura mientras unas hojas secas se arremolinaban a su alrededor. La oscuridad se había instalado y se agarraba con fuerza a los muebles. La luz naranja de de las farolas se abrió paso con dificultad, hasta que terminó dibujando con precisión los contornos de la habitación. Apartó a un lado su abrigo y se sentó en el sofá. No le apetecía encender la lámpara, siempre le había gustado ver cómo se incendiaba el cigarrillo con cada chupada que daba. Cogió el mando a distancia y conectó la televisión. Buscó encima de la mesa el cenicero, pero no lo encontraba. Finalmente, lo vio detrás de la lámpara, en la mesa que estaba a la derecha del sofá. Con el dedo índice fue cambiando de cadenas, adelante y atrás, adelante y atrás. En la pantalla se sucedían escenas de concursos, políticos dando mítines, video-clips musicales, gente discutiendo violentamente sobre rupturas de parejas. Apagó la televisión y recostó la cabeza contra el respaldo del sofá. Cogió su abrigo y se lo echó encima como si fuera una manta, dejando tan solo libre la mano que sostenía el cigarrillo. Unas sanguijuelas de humo nadaron hacia sus ojos y el frío le picoteaba con saña la nariz. Sacó el pañuelo para sonarse. Se levantó del sofá y cerró la ventana. Un súbito calor le agarró el rostro como una mano pegajosa, pero pronto el frío recuperó su imperio instantáneamente perdido. Apagó el cigarrillo contra el cenicero y fue a la cocina, llevándolo consigo. Le reconfortó mínimamente el calor que desprendía la base del cenicero, donde aún se revolvían unos rescoldos agonizantes. Vació la colilla y fregó el cenicero cuidadosamente, pasando a conciencia el estropajo por las superficies curvas con el fin de dejarlo completamente limpio. El agua estaba helada, al cerrar el grifo le dolían las manos y tenía las uñas moradas. Con una servilleta de papel lo secó, hizo una bola húmeda y la tiró al cubo de la basura. Pudo ver al fondo, rasgada en diminutos pedazos, una carta que le había escrito a Marisol hacía dos años, cuando él tuvo que trabajar tres meses en Atenas. Le resultó curioso el notar que no se acordaba exactamente lo que le decía. Cuando iba a apagar la luz de la cocina vio sobre la mesa una cucaracha pequeña. El bicho estaba quieto, parecía que le miraba, expectante a su reacción, sólo movía levemente sus desproporcionadas antenas. Con un movimiento rápido la empujó con fuerza con el dedo meñique. El insecto rebotó contra el cubo de la basura y quedó boca arriba, agitando frenéticamente sus patitas. Toni acercó su zapato para pisarla, pero finalmente decidió darle una patada. La cucaracha recuperó su posición natural y corrió velozmente hasta ocultarse debajo de la nevera.

Toni dejó el cenicero en la mesa del salón y volvió al dormitorio. La puerta del armario había quedado abierta, y una mariposa de perchas de colores abría sus alas en la cama. El fondo del armario había quedado lleno de huecos intercalándose con la ropa de ella. Se le asemejó a una enorme boca desdentada, a un viejo piano que hubiera perdido varias teclas en algún traslado. Vio un vestido largo negro, con lentejuelas subrayándole el escote, y dedujo que ése sería el vestido que Marisol pensaba ponerse la próxima Nochevieja. Con la mano apartó con fuerza la ropa de ella y la desplazó a la izquierda. En el gran hueco que quedó colocó, de una en una, todas las perchas de colores, todas muy juntas entre sí.

Sacó su llavero y se ayudó con los dientes para abrirlo. Extrajo las llaves de la casa de ella, la del portal, la del buzón y la del piso. Las depositó con cuidado sobre la mesa de cristal del salón, aunque rectificó y las dejó dentro del cenicero. Extendió el brazo de su maleta y salió de la casa. Al llegar a la calle, se preguntó si había cerrado la ventana del salón.

Te embrujo

No me extrañé demasiado cuando los pitidos de mi teléfono me rescataron de un sueño algo confuso: siempre he tenido un dormir muy precario y cualquier ruido, por ínfimo que sea, es capaz de devolverme a la vigilia. Por eso, insisto, no supuso para mí ninguna sorpresa el despertar cuando recibí el mensaje. Sí me alarmé, en cambio, al ver el nombre de la persona que lo había emitido. En la pantalla iluminada de un grosero verde pude leer, con los ojos aún adheridos al sueño, el nombre de Cristina.

Cristina era mi última novia, con la que había cortado dos años atrás, y cuyo número no me había resignado a borrar de la agenda del aparato. Pero mucho más me sorprendió el contenido del texto: “He logrado convencerlo. Nos vemos el sábado a las ocho en el hotel. No se te olvide llevarlo, por favor. Un beso”. Lo repasé una y otra vez, sin encontrarle ningún significado coherente, hasta que deduje con claridad que Cristina tenía que haber confundido el destinatario. Intenté recordar los amigos o meros conocidos comunes que pudieran rodearme alfabéticamente, pero no llegué más que a conclusiones a cual más absurda.

Volví a leerlo procurando enfocarlo desde distintos puntos de vista, pero seguía sin comprender nada, aunque dos mazazos me crujieron el alma. El primero de ellos fue el constatar que la cita con el desconocido se produciría en el hotel, un lugar acostumbrado y perfectamente ubicado para ellos. Imaginé que la persona que debería haberlo recibido sería un hombre maduro de pelo algo canoso, pero inmensamente atractivo y educado con el que se vería en la habitación de un hotel caro dos veces por semana, al que atribuí la apariencia física de Cary Grant. Tendría unos modales tan refinados como los de ella, a la que jamás había oído proferir una palabra malsonante, ni siquiera en los últimos meses de nuestra relación. El otro detalle que hizo que se me encogieran las entrañas fue la última frase. No era un hasta luego, ni tan siquiera besos, sino un beso. Yo conocía a Cristina, y sabía que cuando ella daba un beso lo daba en la boca.

Miré el despertador y observé que eran las cuatro de la madrugada. No sabía cómo actuar. Pensé que lo mejor sería responder e informarle que se había equivocado al enviarme aquel mensaje. Un arrebato de nostalgia me invadió al constatar que ella tampoco había eliminado mi nombre de la agenda de su móvil. Para preservar el anonimato encendí el ordenador y entré en la página web de Vodafone. Con dedos vacilantes escribí:”No puedo esperar. Nos vemos mañana a las ocho en el Roma. Te embrujo”. El Roma era una cafetería que se encontraba cerca de su casa donde en ocasiones habíamos tomado una copa. Empleé como despedida una fórmula que ella había inventado con la que finalizábamos nuestras conversaciones telefónicas. No podría afirmar porqué lo hice, si para indicarle de algún modo que yo había recibido aquel mensaje o para comprobar si ella seguía empleando con otros hombres aquellos detalles íntimos con los que habíamos especiado nuestra relación en sus mejores momentos.

Fui a la cocina y encontré encima de la mesa una caja de cartón con manchas de grasa donde languidecía una poción de pizza que me había sobrado de la cena. Mientras la mordisqueaba sin apetito intenté recordar la última noticia que había tenido sobre ella, y llegué a la melancólica conclusión de que prácticamente había sido aquel día que llamó a la puerta, impecablemente vestida como iba siempre, y entró en mi casa para recoger unos libros que aún permanecían olvidados en la estantería de la que hasta entonces era nuestra habitación. En ese momento me pregunté qué sería aquello que ese desconocido destinatario debería llevar a la cita de manera tan perentoria. Un pitido procedente del teléfono me sobresaltó. Era la respuesta de Cristina: “Perfecto. Yo a ti también”. Faltaban tres horas para que tuviera que salir de casa para dirigirme al trabajo. Decidí meterme en la cama, aunque sabía perfectamente que no iba a lograr dormir.

A las siete y media llegué al Roma. Me senté a una mesa desde la cual podía dominar con claridad la entrada a la cafetería. Pedí un café con leche y me lamenté de la decisión que había adoptado cinco meses atrás de abandonar el tabaco. Había comprado un periódico y ojeaba sin mucha convicción los titulares mientras interrogaba constantemente la entrada del local. A mi izquierda se encontraba un gran espejo de marcos dorados que me devolvía mi imagen reflejada. Pude ver a una persona de treinta y tantos años, con los ojos cansados y unas entradas ya algo más que incipientes. Me pregunté con aprensión si el hombre al que había devenido mancillaría el recuerdo que Cristina necesariamente aún debía conservar en su mente.

A las ocho menos cinco entró ella. Llevaba unos pantalones vaqueros negros desgastados y una gabardina de color indefinido de puro vieja y muy amplia, pero no lo suficiente como para ocultar un embarazo avanzado. Tenía el pelo recogido en una coleta aprisionada por una goma de color rojo; sin embargo, algunos cabellos se habían liberado y se le deslizaban alrededor de las sienes. Se acercó a la barra y pidió algo al camarero. Cristina miraba a un lado y otro de la cafetería, incluso paseó sus ojos sobre mí durante un instante, pero nada en ella delataba que me hubiera reconocido. Cada vez que se abría la puerta, dirigía su mirada allí, tal y como yo había hecho antes de su llegada. El camarero le trajo un vaso alto repleto de hielos y vertió sobre él una cantidad generosa de anís. Con una servilleta de papel me limpié los labios y me dirigí hacia ella.

- Cristina –la llamé.

Ella se giró y pude percibir que en un principio no había tenido la menor idea de quién era yo.

- ¿Qué haces tú aquí? –me dijo mientras miraba por encima de mí hacia la puerta.

Se apartó de la cara un mechón que se le había descolgado sobre la mejilla. Cogió la copa y le dio un gran trago. Me dio la desagradable impresión de que despedía un leve olor a sudor rancio.

- ¿Qué era eso que tenía que traer?

Un hombre de rasgos sudamericanos entró en la cafetería. Llevaba bajo el brazo una carpeta azul de las que suelen utilizar los colegiales. Cristina me miró entornando los ojos y un ligero temblor le estremeció la comisura de unos labios agrietados. Parecía que las lágrimas le iban a estallar de un momento a otro.

- Vete a tomar por el puto culo –me escupió mientras dejaba con violencia el vaso sobre la barra y se marchó a grandes pasos de la cafetería, chocando sin verlo contra aquel hombre de la carpeta azul.

Clic

La primera vez que Justo realizó una apuesta tenía tan solo siete años. Se encontraba acodado en el balcón con Raúl comiendo aceitunas y se jugó a que era capaz de acertar con un hueso en la calva de Pedro, el peluquero del barrio. Estaban a unos veinte metros de él. Justo se sujetó con fuera a los hierros carcomidos de la barandilla e impulsó todo su cuerpo hacia delante. Casi pudieron escuchar el sonido del impacto sobre el cráneo pelado. Justo se ocultó rápidamente en el interior de la casa y Pedro tan solo vio a Raúl, agarrado a la barandilla y con la boca abierta. El premio que obtuvo por esa primera apuesta fueron cinco duros que invirtió en gominolas.

Desde ese día decidió cultivar el arte de las apuestas, aumentando la cuantía de sus premios según iba cumpliendo años. Particularmente le gustaban los juegos en los que únicamente intervenía el azar. Dejó de ver a Raúl cuando a los veinte años se jugaron una mujer a la carta más alta. Cuando Justo levantó la sota de copas, su amigo cerró los ojos, apagó el cigarrillo con la punta de la bota y amagó una palmada sobre los hombros.

Justo, lógicamente, no siempre ganaba, pero sí muy a menudo, y compensaba con creces las ocasiones en las que se veía derrotado. Encontró así una forma sencilla de ganar dinero en los casinos y en las mesas de póquer. Pero pronto descubrió que donde se manejaban grandes cantidades de dinero era con la ruleta rusa. Nunca se hubiera imaginado la cuantía de las apuestas que se movían en ese juego. En seis meses y ocho partidas que disputó podría haberse retirado ya, era un hombre rico. Tal vez debería haberlo hecho. Sin embargo, percibía que para él ganar era muy fácil. No le movía ya el dinero, sino el bullir de su sangre cuando empuñaba el arma y la apoyaba en la sien, el sentir ese frío metálico sobre su piel y escuchar el clic después de apretar el gatillo.

Era una tarde de marzo cuando sonó su teléfono. Al otro lado se hallaba Mascarpone. Había organizado otra partida. En esta ocasión, su contrincante había ofrecido una cantidad importantísima de dinero, con la única condición de jugar solamente contra Justo y con dos balas en el tambor del revólver. Este hecho no le arredró lo más mínimo.

A las diez de la noche estaba sentado a la mesa del local donde solía jugarse la vida. Entró otro hombre, solo, y se sentó frente a él. Solamente tardó un segundo en reconocer en aquel hombre de pelo canoso a Raúl. Habían pasado más de quince años desde la última vez que se habían visto. Raúl no hizo el más mínimo gesto de reconocimiento. El juez colocó las dos balas en el revólver, giró el tambor con un movimiento enérgico con la palma de la mano y sorteó los turnos. Comenzaría Raúl. Cogió la pistola y la miró un instante. Dio una calada a un cigarro que le colgaba de la comisura y lo arrojó con un gesto displicente al suelo. Apoyó la pistola contra su frente y apretó el gatillo. Una detonación atronó la sala. El olor a pólvora se clavaba como alfileres en la nariz de Justo. El arma cayó encima de la mesa, frente a él. Recordó las hostias con las que Pedro había castigado a Raúl por el episodio de la aceituna. Recordó la única noche que se acostó con la mujer que había ganado a Raúl con una sota de copas, de la cual en esos momentos no recordaba ni su nombre ni su rostro. Justo cogió el revólver, lo llevó a su sien y apretó y apretó el gatillo hasta que cesó de escuchar el clic.

lunes, 21 de abril de 2008

Tarta de chocolate y frambuesa

Jaime entró con pasos apresurados en el zaguán del edificio. Eran las cinco de la tarde de un día nublado y todavía le quedaba un encargo por hacer, lo que le suponía volver a la pastelería, recoger la tarta, llevarla a la dirección indicada y regresar de nuevo a la tienda, donde le pagarían la cantidad correspondiente. Su estómago le roía con desesperación y en nada le ayudaba conocer el contenido del paquete que portaba cuidadosamente sobre sus brazos. Al pensar en la tarta allí guardada, la saliva le inundaba la boca, y únicamente esa honradez y rectitud que se había aplicado durante toda la vida le impedía rasgar el envoltorio y devorar aquellos deliciosos dulces cuya elaboración había observado con embeleso y cuyo aroma le había acariciado voluptuosamente el olfato. Ojalá pudiera dejar esta mierda de trabajo, cavilaba con desdén cada noche en una miserable habitación de pensión barata a la vez que calentaba con una resistencia eléctrica una sopa de sobre huérfana de fideos, y envidiaba las casas de obesos ricos a donde llevaba los pedidos.

Ese pensamiento insistente fue el que le llevó a sospechar de aquel encargo. No se trataba del usual barrio opulento, urbanizaciones compuestas de chalets custodiados por perros agresivos y ruidos de risas y chapuzones en las piscinas, sino que le recordaba dolorosamente a aquel en el que había nacido, con viejos edificios de ventanas cegadas por dos tablones en aspa y ancianas vestidas de negro andando encorvadas con pasos arrastrados, pero sobre todo se lo evocaba por ese olor a basura podrida y a orines corrompidos que insinuaban sus esquinas. El neón del portal zumbaba y se encendía y apagaba intermitentemente. Mientras subía hasta el tercer piso en un ruidoso e inquietante ascensor, observó que las puertas de los pisos se encontraban tachonadas de cromos de futbolistas y de pintadas obscenas. Dedujo con total clarividencia que en la pastelería debían haber anotado incorrectamente la dirección. La puerta de la casa donde debía ir se encontraba abierta y dudó si regresar sobre sus pasos, pero el hecho de constatar que si no efectuaba la entrega no habría dinero le indujo a entrar.

En el interior solamente se escuchaba el llanto de un niño. Un olor nauseabundo le atacó repentinamente sin piedad, y apenas pudo reprimir una arcada que le trepó por la garganta. Dirigió cautelosamente sus pasos hacia la única habitación que vertía algo de luz sobre el pasillo. Lo que vio en aquel cuarto le provocó tal sobresalto que se le cayó el paquete al suelo, y una enorme tarta de chocolate y frambuesa se desparramó sobre las polvorientas baldosas. Una niña de unos cinco años sollozaba desconsoladamente mientras acariciaba con una cadencia de letanía los cabellos estropajosos de la cabeza sucia de una muñeca. El resto del miserable juguete yacía a dos metros de Jaime. Pero aquel cuerpo desmembrado no era el único que reposaba en aquella habitación. El cadáver de una anciana se encontraba tumbado en el suelo con una posición incomoda incluso para un muerto. Su rostro denotaba un sufrimiento inefable y uno de sus brazos se hallaba anómalamente extendido y parecía que señalaba a la pequeña. Ella le miró con unos ojos enormes y azules titubeantes de lágrimas. Jaime se frotó las manos contra el jersey y con ambas manos recogió los pedazos de tarta que se habían esparcido por el suelo y los restauró al interior de la caja. Se acercó a la niña y se sentó a su lado. Un hilillo de moco le resbalaba alrededor de la comisura de los labios. Jaime lo limpió con su dedo índice.

Los vecinos los encontraron sentados en el suelo con la espalda recostada contra la pared, los labios subrayados de chocolate, comiendo en silencio una tarta de chocolate y frambuesa.

Que me parta un rayo

Javier acompañaba un día de otoño a su amigo Arturo a casa. Estaban hablando sobre la muerte, sobre lo casual que es estar vivo. Arturo se burlaba de él, ironizaba sobre ese pensamiento macabro, incluso bromeó llamándolo necrófilo.

- ¿Y por qué no? –le refutaba Javier-. Tú, tan cuidadoso como eres, tan prudente a la hora de cruzar una carretera, en cualquier momento podría venir un coche por aquí volando –e hizo un movimiento ondulatorio con el brazo- y atropellarte y dejarte tieso.

Javier no escuchó la risa de su amigo porque fue disuelta por las tres campanadas del reloj del campanario. No volvió a ver a Arturo hasta su funeral. Dos días después, a las tres de la tarde según el atestado de la Guardia Civil, al cruzar la carretera que rasgaba el pueblo se soltó el cierre a un camión que transportaba coches al concesionario del pueblo vecino y un Ford Mondeo rojo salió disparado y cayó encima de Arturo, aplastándolo. El único consuelo que tuvo, decía su madre entre lágrimas, es que el pobrecito no se enteró de nada.

La noticia afectó mucho a Javier, acababa de morir un amigo suyo, pero jamás lo hubiera relacionado con la conversación que habían mantenido unos días antes si no hubiera sucedido lo de Andrea.

Estaban tomando una copa en el bar. Habían bebido bastante vino durante la cena y se encontraban algo ebrios. Empezaron discutiendo de política, ella defendía la amnistía fiscal y él la atacaba con saña. El enfrentamiento fue bifurcándose como si fuera una serpiente mitológica. Se reprocharon comportamientos que habían tenido en el pasado. Javier apuró su vaso, lo estampó con fuerza contra la barra y escupió:

- Mira, Andrea, son ya más de las doce de la noche. Mañana madrugo y me estás poniendo de mal dios. Y, ¿sabes lo que te digo? –le espetó girándose desde la puerta del bar-. Que te den por el culo. A ti y al Montoro.

Dos días después, pasada la medianoche, Andrea, con una navaja herrumbrosa en el cuello, fue sodomizada contra la oscura pared del colegio. En la prensa leyó que Cristóbal Montoro había sido atacado por una panda de vándalos tras un mitin en Vic y que se encontraba ingresado en un hospital de Barcelona.

Después de llevar a Andrea un ramo de rosas, al salir de su casa, comenzó a relacionar sus palabras con los hechos que habían sucedido en los últimos meses. Sintió que el miedo le poblaba poco a poco por todo el cuerpo. Y se hubiera sentido menos atemorizado si no tuviera esa estúpida y soez manía que su madre había intentado corregir desde que era pequeño a base de zapatillazos. Javier, según su madre, tenía una boca que había que lavar con lejía. Cuando algo le enfurecía empezaba a jurar sin parar como un perro rabioso arroja espumarajos entre sus fauces.

Hace cuarenta y ocho horas estaba en casa jugando al mus con tres de sus vecinos de escalera. Lucas y él tenían una mala racha y estaban perdiendo. Javier miró sus cartas y tenía dos reyes.

- Órdago a pares –gritó Javier golpeando la mesa.

- Que no, no lo hagas –rogó Lucas-. Que nos sacamos muchas piedras. Que yo llevo la una.

- Da igual, órdago a pares. Tengo dos reyes.

- Que no, Javier, joder, que Mari es mano, que no es tan difícil que lleve lo que tú.

- Cojones, que no los lleva. Que me parta un rayo si tiene dos reyes. Órdago. ¿Lo veis?

- Claro –dijo ella y descubrió dos reyes.

- Te lo dije, joder, te lo dije.

La cara de Javier comenzó a empalidecerse.

- Bueno, da igual –amainó Lucas-. Que nos dan la revancha.

Javier se levantó de la mesa y empujó la silla.

- Fuera, fuera de aquí –les ordenó-. ¡Coño, que os vayáis!

Cuando se marcharon sus amigos se dejó caer en el sofá y rompió a llorar. Miró el reloj y murmuró:

- Es jueves y son las siete de la tarde. Me quedan dos días de vida.

Al día siguiente consultó en internet qué tiempo iba a hacer el sábado en el pueblo. No terminaba de tranquilizarle el ver el mapa de España completamente moteado de pequeños soles, como el rostro de un niño enfermo de una varicela amarilla. Aquel sábado no salió a la calle. Solamente escuchaba sus latidos que se acompasaban con una precisión enfermiza con el tic-tac del reloj de pared. Las horas se arrastraban con pereza. Por fin, el carrillón dio las siete fatídicas campanadas. Se asomó con temor a la ventana y miró al cielo, y una lágrima le recorrió la mejilla al ser herida por los rayos de un sol glorioso. Se sobresaltó por el ruido de unas voces que se aproximaban. Poco a poco, su calle fue tomada por una decena de hombres que reían y coreaban algo. Javier se sentía tan alegre que quería compartir su júbilo que le ahogaba con aquellos desconocidos. Abrió la ventana y gritó:

- ¡Qué pasa, amigos!

- ¿Que qué pasa? –respondió un hombre de barba canosa que llevaba a su espalda un mochila-. Que hemos ganado, hemos ganado, tío. Cero dos.

Todos comenzaron a botar y a exclamar:

- ¡Vallecas a primera! ¡Vallecas a primera!

El hombre con el que había hablado Javier sacó de su mochila un cohete y encendió la mecha con una cerilla.

Metro

Hilario, lo primero que hacía cuando diariamente se sentaba frente a los monitores era dejarse desplomar sobre la silla giratoria y emitir un resoplido bovino. Se desabrochaba el botón superior de la camisa y con la hoja de turnos se abanicaba mecánicamente. Le gustaba desplazarse por su mínimo cubículo subido en su silla, apoyando los pies sobre cualquier objeto sólido e impulsándose con fuerza. Un regocijo irracional le poseía cuando chocaba el respaldo de su silla contra la pared y los archivos, emitiendo un sonido de trueno que permanecía reverberando en el cuartucho, extinguiéndose poco a poco. Era la única manera que había encontrado de estrujar el tiempo hasta que su reloj diera las siete y media. Hilario siempre había agradecido como un mágico regalo la puntualidad impenitente de aquella mujer del abrigo azul. Todos los días, a las siete y media en punto, aquella mujer caminaba con pasos desganados por el andén. En ocasiones, cuando el metro se demoraba más de lo acostumbrado, ella se paseaba por el pasillo mientras iba mirando disimuladamente el interior de las papeleras. Hilario la veía alejarse, para pocos instantes después contemplarla aproximarse al objetivo de la cámara. A veces extraía de alguna papelera un periódico arrugado y comenzaba a ojearlo con desgana, y cuando la fortuna le brindaba la página de un crucigrama, sacaba del bolso enorme un bolígrafo y la veía rellenando las casillas. Cuando llegaba el tren volvía a meter el periódico en la papelera y subía al vagón.

Hilario al principio la llamaba secretamente “mi amiga”, aunque pronto la precisó nombrándola Raquel, igual que su madre. En ocasiones, mientras resolvía el crucigrama, miraba a la cámara e Hilario veía sus ojos, unos ojos grandes y oscuros. Pensaba que aquella conexión entre sus miradas también era percibida por ella, pues, aunque al principio provocaba un súbito rubor en sus pálidas mejillas, pronto percibió que aquellas miradas se hicieron más frecuentes, y sus labios se aligeraban y su boca describía una tímida sonrisa. Ella volvía a su crucigrama y escribía letras frenéticamente en el interior de las casillas. Hilario adivinó que su Raquel estaba mandándole mensajes cifrados con el crucigrama. De ese modo, cuando subía al tren, él bajaba rápidamente y recogía la hoja. Se la llevaba a su garita, y con la ayuda de un papel y de un lapicero mordisqueado transcribía las letras que ella había escrito, y, ordenándolas de abajo a arriba y de izquierda a derecha, ya había descubierto la clave secreta, conseguía leer la historia de Raquel. Así, Hilario descubrió que ella siempre le había amado y que no se imaginaba felicidad mayor que la de pasar la vida a su lado.

Un día, cuando ella entró en el vagón descendió a toda velocidad. Tan diestro en la traducción se había hecho que ya no tenía la necesidad de usar ningún papel ni lápiz como ayuda para el descifrado. Leyó que su amor era imposible y que lo mejor era que no se volviesen a ver nunca más. Un nuevo metro se aproximaba a la estación. Lo último que vio Hilario fueron los dos enormes focos de luz del tren acercándose hacia él, hasta que finalmente se oscurecieron hasta asemejarse a los ojos de aquella mujer del abrigo azul.

Leche cortada

Marta se encontraba sentada en la taza del váter. En esos momentos maldijo con furia el instante en el que decidió tomarse aquel vaso de leche que obtuvo al exprimir hasta la última gota del cartón que languidecía desde hacía más de una semana en la nevera. Fingió que no despedía mal olor, que en ocasiones ya había bebido leche que llevaba tiempo abierta, no tenía tiempo para buscar otro desayuno alternativo antes de ir al trabajo. Tuvo que regresar de la oficina a su casa. Aquella era la tercera ocasión que se había visto obligada a visitar el baño durante aquel día. Después de defecar con premura se quedó sentada en la taza, descansando del exagerado esfuerzo al que había sometido a sus entrañas para aguantar el momento en que llegara a casa. Oyó un ruido sordo, como el de un saco que se desploma.

- ¿Paco? –preguntó.

Insistió y repitió esa llamada cada vez más angustiosa. Solamente era capaz de escuchar un murmullo balbuceante, igual que hacía cinco meses, cuando Paco sufrió su segundo infarto. Se odió a sí misma por pensar en un primer momento en aquel refrán odioso con el que su marido a veces bromeaba, haciendo gala de un cínico, aunque ella sabía que impostado, humor negro: “A la tercera va la vencida, chata”.

Marta se subió las bragas a todo correr y se bajó la falda. Notó cómo los restos de mierda se le adherían a las paredes de su ano. Al llegar al salón, vio a Paco agitando una pierna compulsivamente. Le desanudó la corbata para facilitarle la respiración mientras le acariciaba la cara, sollozando y repitiendo hasta la saciedad, como una letanía demente: “Mi amor, mi amor, mi amor”. No supo cómo, pero como si le hubieran abofeteado, se reintegró a la cordura y corrió hasta el teléfono para llamar una ambulancia. Mientras la esperaba, se percató de que el olor fétido de sus heces descompuestas se había ido instalando con disimulo por toda la casa. Recordó que había dejado la puerta del baño abierta y la cisterna sin descargar. Le habían enseñado que un masaje en el pecho era muy beneficioso. Cuando llegó la asistencia médica, Marta se encontraba dando golpes en el corazón de su marido. Los sanitarios entraron en la casa y masajearon el pecho del enfermo. Uno de ellos, el más gordo, hinchó repetidamente las aletas de su nariz carnosa, emitiendo un sonido como de olla a presión. La ambulancia tardó escasos cinco minutos en llegar hasta el hospital. Mientras su marido entraba a una sala de urgencias, un médico de pelo grisáceo con los labios agrietados le explicaba el estado del enfermo. Marta sintió un terrible picor en el culo y se rascó. Aquel movimiento le pareció que removía el nauseabundo olor que provenía de su piel sucia. Incluso pensó que el doctor había interrumpido brevemente su explicación, asaltado súbitamente por aquella miasma. Lo que Marta más lamentó fue el no haber llegado nunca a desterrar aquella costumbre que había tenido desde niña, que era el olerse los dedos con disimulo después de haberse aliviado la comezón del culo. Intentó luchar pero no lo consiguió, y vio cómo su mano derecha se iba acercando con un movimiento lento a su nariz. Volvió a lamentarse por haberse bebido aquel vaso de leche cortada, lo lamentó cuando escuchaba a aquel médico decirle que su marido se estaba muriendo mientras ella aspiraba aquel olor pestilente a mierda que emanaba de sus dedos.

La pandilla de los filósofos

El día más feliz de la vida de Carlos fue aquel en el que sus compañeros del colegio le apodaron Platón. Hasta entonces nunca había sentido que formara parte de la pandilla de aquellos tres adolescentes de buena familia y excelsa cuenta corriente.

Al mayor de todos ellos le llamaban Savater, porque era rubio y se jactaba de hacerse más de una paja diaria en honor a Leticia Sabater. Roberto era conocido por Kant porque una vez fue sorprendido bailando frente al espejo vestido con una falda amplia y roja de su hermana Celia mientras observaba de refilón una película del Oeste. Finalmente, Mateo era Descartes, por su habilidad jugando al póquer. Se rumoreaba que su padre le había adoctrinado en las intimidades de ese juego mientras esquilmaba a los vecinos de su urbanización.

Carlos, dado su pobre currículo vital y el aún más mezquino de su familia se vio obligado a estudiar libros de filosofía. Leyó con inasequible interés los tratados de Aristóteles, los fundamentos sociales de Rousseau, los delirios estruendosos de Nietzsche. De la mayoría de ellos no entendió ni una palabra, aunque eso no desesperó su ahínco por aquellos sesudos volúmenes.

Carlos siempre recordará el día en el que el profesor de Filosofía, el señor Castillete, entró con paso seguro en el aula, se sentó a su mesa y pronunció con voz clara:”Caballeros, hoy vamos a hablar de Platón”. Carlos pensó en aquel momento que ésa era la primera clase que el señor Castillete no iba a impartir borracho. Comenzó explicando que Platón no era el verdadero nombre de aquel pensador, sino que era el apodo que había recibido debido a la anchura de sus espaldas. Añadió que el griego era calvo, gordo y posiblemente un invertido. La clase entera rompió en carcajadas y todos miraron a Carlos. Él no era calvo, solamente tenía catorce años, ni tan siquiera amanerado, mucho más lo era Roberto, pero era grueso como un buda. Sus condiscípulos se burlaban de él, le preguntaban que cómo era posible que su familia pudiera alimentarlo tanto como para gozar de ese volumen. Los ojos de Descartes, Kant y Savater le golpearon en su nuca rechoncha y pelada, y empezaron a canturrear en voz baja: “Carlos es Platón, Carlos es Platón”. Ese día fue el más feliz de su vida. Aunque él secretamente hubiera preferido que le apodaran Nietzsche, debido a ese mostacho guardiacivilesco que ostentaba y porque al menos había conseguido finalizar un libro suyo, no pudo evitar la sensación de que ya había ingresado de pleno derecho en la pandilla de los filósofos. Volvió a fantasear con la posibilidad, que en ese momento ya no contempló tan disparatada, de que un día no muy lejano Celia le mostrara con las mejillas encarnadas esos dos pechitos que empezaban a punzar sus camisas.

El pensamiento más profundo que Carlos enunció después de estrujarse las neuronas e intentar recordar sus lecturas previas fue: “No valemos más que una bala”, cuando fue a darle el pésame a Mateo al enterarse de que su padre se había reventado los sesos durante una sesión de ruleta rusa.

La espera

El teléfono sonaba insistentemente. Yo sabía quién era. Tenía la frente apoyada en el frío cristal de la ventana. Afuera, las farolas mostraban intermitentemente cientos de agujas que se clavaban sobre la capota de los coches. Algunas personas corrían abajo, con la cabeza incrustada en los hombros. No sé porqué, la visión de esa gente me recordaba a pelotas de tenis que se desplomaban sobre la arena de la playa. Mi respiración empañaba la ventana, sumiendo intermitentemente en una espesa neblina la luz anaranjada y mezquina de las farolas. No sé en que momento me percaté de que el disco de Billie Holliday había dejado de sonar. La aguja iba y venía en un absurdo vaivén sobre el último surco del vinilo. Me acerqué al equipo de música y levanté con el índice el brazo de la aguja. Me asemejaba a un caballero que pasea del brazo de una dama que voltea con coquetería una sombrilla sobre su hombro. La volví a depositar sobre el disco. Cayó sobre una canción ya empezada. El teléfono volvió a sonar. Regresé a la ventana y de nuevo apoyé la sien sobre la ventana. Me dio una sensación desagradable de humedad que provocó que un escalofrío me galopara por la espalda. Un coche avanzó por la calle, produciendo un sonido de ola. Por un momento, tuve la impresión de que el vehículo se iba a detener bajo mi casa. Sin embargo, el coche prosiguió su camino y arrastró tras de sí ese rumor marino. Vi sobre la mesa un botellín de cerveza. La recogí y le di un trago grande. Ya estaba caliente. En ese momento, sobre la estantería, al lado de un altavoz del equipo de música, vi la foto. La cogí y la miré. Abrí un cajón y la guardé allí, debajo del mantel, aunque eso ya no importaba nada. Di otro trago profundo mientras me acercaba a la ventana. Exhalé el vaho sobre ella. La luz de las farolas se nebulizaba frente a mis ojos. Con el índice comencé a dibujar figuras geométricas: un círculo, un cuadrado en su interior y rompiéndolos una estrella judía. Borré todo con el puño. Notaba la nariz húmeda. Respiré más fuerte y escribí letras, iniciales de nombres.

Un coche rojo fue aminorando su marcha. En esa ocasión, sí que se detuvo justo debajo de mi ventana. Bajaron dos hombres. Mientras el conductor cerraba la puerta, el más bajo levantó la mirada. Tarareé la canción que sonaba en ese instante. El teléfono volvió a sonar, y en ese momento sí que pensé en responder, aunque al final decidí que ya no merecía la pena.

En la sabana

Juan giró con los dedos corazón y pulgar el objetivo de la cámara. Poco a poco, los contornos de aquel buitre se fueron precisando. Se sintió, como siempre que fotografiaba, un pequeño dios que conseguía que aquellas imágenes difusas ingresaran en el dominio de lo real. El buitre estaba subido sobre el antílope muerto, clavando sus garras sobre el lomo aún palpitante y lanzaba picotazos nerviosos sobre la carne tibia. Una especie de humillo serpenteaba desde las entrañas del cadáver. Juan se lamentó de no poder atrapar eso con su máquina.

Una nube cubrió tímidamente el sol y pareció que conjuraba un silencio plomizo sobre la sabana. La luz se filtraba entre la masa gaseosa y arropaba al carroñero y al animal muerto con un manto cálido. Podía ver una gota de sangre resbalando por el pico brillante del buitre. Juan comprendió que aquella iba a ser la mejor foto que iba a conseguir en ese viaje a Tanzania. La imaginó portada del National Geographic. Se limpió con la manga las gafas. Ajustó el objetivo y comprobó con intensa satisfacción que podía captar la diferencia entre el ojo de acero del buitre y la pupila inmóvil del antílope. Apoyó suavemente el dedo sobre el disparador. Una piedra cayó cerca del ave y la obligó a escaparse volando. Juan escupió una blasfemia y se levantó de un salto, cayendo su cámara al suelo. Un niño negro se acercó corriendo con un machete hasta el antílope. Cogió con sus manitas una pata y comenzó a cortarla. Juan se aproximó a él. Tenía la intención de darle una hostia. Al verle, el niño se incorporó y blandió su cuchillo contra él. El labio inferior se le descolgaba y vibraba de miedo, como agitado por aquella pequeña brisa que se acababa de levantar. El aire y las motas de polvo se le enredaban en los bucles oscuros del cabello. Tenía las manos manchadas de la sangre del antílope, haciendo brillar su piel como un atardecer en el desierto. Juan recordó que aquel día era catorce de febrero, San Valentín. Dos años antes, a esas horas, había estado comiendo una pizza con Bárbara y Juanito, abrasándose la lengua y riendo, igual que todos los catorces de febrero desde hacía siete años. Secretamente había lamentado siempre que el cumpleaños de su hijo hubiera coincidido con el día de los enamorados.

Juan destensó su puño.

- ¿Quieres esto? A mi hijo le encantaba –preguntó mientras sacaba una chocolatina de su mochila.

Con movimientos pausados la liberó de su envoltorio. Los ojos del niño no se apartaban del dulce y de las manos de Juan. Al tender la chocolatina, el pequeño apretó el cuchillo, mostrándolo inocentemente amenazador. Juan mordió un cuadrado de chocolate y dejó el resto en el suelo, dando unos pasos hacia atrás. El niño la cogió y de un salto se parapetó detrás del cadáver. Juan sintió un pudor infantil al verle devorar la chocolatina. Cuando acabó, el pequeño tenía los gruesos labios subrayados de chocolate. No pudo evitar una sonrisa al comprobar el contraste del chocolate deshecho y pegajoso y la piel oscura del niño.

Vació su mochila en el suelo. La hierba fresca se cubrió de más chocolatinas, caramelos, pequeños juguetes, una alianza de oro y una fotografía de su mujer y su hijo, sonriendo con ignorancia. El niño se sujetó el machete con una cuerda que usaba a modo de cinturón. Se acercó y clavó sus grandes ojos sobre todos los objetos desperdigados. Cogió la pata del antílope y, con los dedos sucios de polvo, chocolate y sangre, pinzó la foto. Miró a Juan y echó a correr, perdiéndose entre los árboles.

Billete sencillo

Marta y Juanlu se conocieron en el metro. Todos los días a la siete de la mañana aguardaban con el sueño todavía acechándoles la llegada del tren jadeante en la parada de Tribunal. Al entrar en el vagón, Marta solía mirarse en el reflejo que escupía el cristal que se entenebrecía al penetrar en los oscuros túneles. Con gesto en apariencia displicente se abanicaba la melena rubia, recolocando en su lugar aquel mechón rebelde. Juanlu sacaba un pañuelo arrugado del bolsillo de su traje y se golpeaba con movimientos precisos la frente y se acariciaba la papada. Tenía la costumbre de examinar el pañuelo después de esa operación, apretándolo con sus manos para comprobar la presumible humedad que se hubiera formado.

Ella era muy atractiva. Juanlu no podía evitar el lanzar miradas oblicuas a los pechos que apretaban una camiseta siempre oscura. Al principio Marta sentía una cierta repulsión por aquel hombre gordo que le taladraba con la mirada los senos y el culo. Después, nunca se supo explicar el porqué del viraje en su apreciación, tomaba aire y echaba los hombros hacia atrás.
Una mañana lluviosa, con la ayuda involuntaria de un frenazo brusco, Marta se abalanzó encima de Juanlu. Él notó entonces la turgencia y rocosidad de sus grandes pechos. Marta, en lugar de musitar una disculpa apresurada y retirarse, siguió agarrada a él. Recorrió la espalda carnosa del hombre con los dedos tensados y clavados como garfios. Las estaciones se fueron sucediendo. Al llegar la parada de Juanlu, extrajo del bolsillo de la americana un billete sencillo de metro, y, con la ayuda de un bolígrafo, garabateó con trazos apresurados lo siguiente:”Fuencarral, 35 2º-D. Hoy a las ocho de la tarde”. Se lo entregó a Marta y le dijo: “Devuélveme esto”, mientras las puertas se abrían y él salía del vagón de espaldas. Marta miró aquel pequeño rectángulo. Observó las letras de aquel hombre, unos trazos escritos en negro, fuertes, que casi atravesaban la cartulina. Tocó con las yemas de los dedos el reverso del billete, y pudo palpar, como si fuera un ciego que lee braille, aquellas palabras espejadas tan incisivas que había escrito aquel hombre.
Cuando Marta llegó al portal Juanlu la estaba esperando abajo. Ella notó un fuerte olor a colonia infantil. Anduvieron en silencio hasta el ascensor. Al entrar se agarraron en un baile enfervorecido, una danza de manos que se exploraban y de saliva con la que se bebían. Ella notó el miembro de Juanlu empujando febrilmente contra su muslo. Al llegar al segundo piso, sacó la llave de casa y abrió la puerta.

- ¿Me has traído eso? –le preguntó a ella.

Marta no supo a qué se refería hasta que encendió la luz. Las cuatro paredes de salón se hallaban completamente empapeladas de billetes sencillos de metro.

La tía Ángela

Mientras vivió mi abuela, todos los veranos íbamos a la casa del pueblo. Allí nos reuníamos, aparte de mí, mis padres, mis tíos, mis primos y mi tía Ángela. Mi tía Ángela era, como se solía decir en esa época, una moza vieja. Era la hermana pequeña de mi padre, y cuando yo preguntaba que por qué no se había casado, mi padre me respondía unas veces que por cuidar a la abuela y otras que por cosas suyas. Yo daba más crédito a esta última razón: ella no era como el resto de las mujeres que yo conocía. Si mi madre y tía Conchi eran ruidosas, habladoras y coquetas, ella era silenciosa, taciturna y vestía siempre de forma gris y apagada. Tenía dos aficiones: una era su loro. El pájaro se lo había regalado un antiguo y confuso pretendiente suyo que lo había ganado en una rifa de las ferias de agosto. El plumaje del loro constituía una explosión abigarrada de colores: el cuerpo era de un verde tan brillante como las manzanas ácidas que mi abuela siempre disponía en un cesto que colocaba en la mesa del comedor; las alas eran de un color amarillo salpicado de ocelos negros; su pico, grande y ganchudo, estaba rodeado de un subrayado rojo que le asemejaba a la boca de un payaso. El pobre animal vivía en una diminuta jaula herrumbrosa impropia para su tamaño. Su otra afición era la flauta. Había encargado de la ciudad una flauta, que ella siempre mantenía reluciente, y mediante un curso por correspondencia había aprendido a tocarla. Colaboraba con la economía familiar dando clases a algunos muchachos vecinos. Enseñaba en el desván. Mis primos y yo les espiábamos por la cerradura, ahogando las risas con la mano sobre la boca. Nos divertía ver cómo se colocaba por detrás de los niños corrigiéndoles la postura y la forma con que sujetaban la flauta.

Otro rasgo de ella que siempre apresaba mi atención eran sus guantes. Incansablemente llevaba guantes, en invierno y en verano, de día y de noche, por la calle y en la casa. Ella afirmaba que tenía las manos muy delicadas y que todo las dañaba: la cal del agua, la humedad de los anocheceres, el sol del estío, el polvo de los muebles, sostenía que cualquier cosa le provocaba una terrible picazón. Cuando nos acariciaba a mi primo y a mí en la cabeza, ambos nos confesábamos después que lo odiábamos, porque el roce de aquella tela sedosa y suavona de la que estaban tejidos sus guantes era más intenso que si lo hubiera hecho con la mano desnuda y parecía como si el sudor los traspasara e impregnara nuestros cabellos de un líquido aceitoso y caliente. Era muy gracioso verla tocar la flauta con sus manos enfundadas en unos guantes negros, moviendo vertiginosamente los dedos arriba y abajo sobre la barra bruñida y metálica del instrumento.

La ventana de su habitación siempre estaba cerrada, decía que a nadie de fuera le importaba cómo era su cuarto, que ya la dejaba abierta durante la noche para que se ventilase, que además era mucho más sano. Yo pensaba que el loro, al que apelaba Romeo, jamás había visto la luz del sol y su única ocupación era picotear fervientemente los barrotes de su jaula.

Por las noches nos sentábamos toda la familia para ver la televisión. Ni mis padres ni mis tíos se opusieron nunca a las escenas de sexo, y cuando había alguna en una película mi tía Ángela se removía en su silla, cruzando y descruzando las piernas, frotándose con violencia las manos enguantadas, mirando siempre el cesto de frutas, y disimulaba su inquietud levantándose y cogiendo una ciruela roja que mordía casi con furor.

Pese a su carácter seco y excesivamente sobrio, se solía mostrar con mis primos y conmigo cariñosa a su peculiar manera. Le gustaba comprarnos golosinas y tebeos, y todos los veranos nos llevaba al zoológico de la capital. A mí, por aquella época, me emocionaba todo lo relacionado con el mundo animal y disfrutaba enormemente de aquellas visitas. Ella solía concentrar su atención en los animales salvajes, yo la veía contemplar casi con embeleso las jaulas de los tigres. Solamente me pegó una vez. Debía yo tener unos ocho años, y Ruth los mismos, más o menos. Un día nos encerramos en el desván y yo le enseñé el pene. En ese momento abrió la puerta la tía Ángela con su flauta, y al entrar lo que miró en primer lugar fue mi entrepierna. Se acercó temblorosa hasta mí, con la frente inundada de gotas de sudor y me dio una bofetada con su mano enguantada. Aquella tarde la oí discutir con mi padre.El verano de 1.985 fue el último que disfruté en la casa del pueblo. Mi abuela murió durante el otoño siguiente. Coincidió también con el último verano en que mi tía Ángela impartió sus clases de flauta. Una mañana, Miguel, al que yo conocía someramente de jugar al fútbol en la plaza, bajó de tres en tres las escaleras del desván con lágrimas chorreándoles de los ojos. A los pocos minutos salió del desván mi tía con la mirada fija al frente, enfundándose su guante izquierdo y bajó lentamente los peldaños de la escalera. Nunca más volvió a acudir un niño a sus clases.

El Búfalo de Detroit

Sonó la campana y el Búfalo de Detroit dio unos saltos sobre las puntas de sus zapatillas y golpeó repetidamente sus guantes entre sí. Recordó que diez días antes había cumplido treinta y ocho años de vida y once como campeón del mundo de los pesos pesados. Se vanagloriaba por estar considerado como el mejor boxeador blanco de la historia desde Jack La Motta. Hacía once años que no perdía una sola pelea, pero ese combate tenía que perderlo. Se encontraba en el quinto asalto y cuando Jackson Blue Eyes, aquel negro inmenso de ojos azules sentado en la tercera fila se quitara el sombrero, el Búfalo debía caer a la lona fulminado. Su cuenta corriente se dilataría con veinte mil dólares y un discreto y apacible retiro en Puerto Rico le aguardaría y sus problemas terminarían.

Bobby Doors, aquel enjuto negro de Boston de tan solo veintitrés años se acercó a él con los puños en guardia. El Búfalo se preguntó si ese muchacho estaría al tanto del acuerdo, o si tal vez cuando se desplomara simulando un K.O. alzaría los brazos y saltaría encumbrándose en la gloria y pensaría que él había vencido al legendario Búfalo de Detroit, campeón de los pesos pesados, vencedor de ciento doce combates por la vía directa, un boxeador que ni siquiera había caído a la lona ni una sola vez desde que se ciñó el cinturón de campeón. Aunque la pelea estaba decidida, el Búfalo había estado estudiando a su contrincante, su forma de pelear, el modo con el que le miraba, con los ojos reconcentrados en un punto de su frente, sus rítmicos saltos a derecha e izquierda. Le quedaba mucho por aprender, pensaba, aunque tenía un físico admirable: un pecho ancho, unos brazos poderosos, una buena movilidad. Pero no lo suficiente, ese niño jamás sería capaz de tumbarle, si él quisiera ni una sola vez le rozarían sus puños. Pero necesitaba dinero, había tenido una mala temporada en el juego y le debía muchos dólares a Malone. Además estaba ese asunto con esa putita negra, aún no la habían encontrado pero todo el mundo les vio juntos aquella noche. Malone le sirvió un bourbon y con unas palmadas en la espalda consoladoras le dijo que no se preocupara, que él podría arreglarlo todo a cambio de un favor que a él, con cuarenta años, tampoco le costaría tanto.

El negro le rozó la mandíbula con un directo de izquierda. El Búfalo giró la cabeza desviándose del golpe y miró a Jackson. Vio cómo sonreía. En la primera fila, las damas extendían un periódico y miraban la pelea a través de unos agujeros que habían practicado en el papel. Pensó que Bobby Doors tenía un buen futuro como boxeador, pero en esos momentos era mucho peor que él. Sus movimientos eran ágiles pero mecánicos, él ya sabía donde se dirigiría en cada momento. Quiso hacer la prueba: lanzó un gancho de derecha, su mejor arma. El bostoniano retrocedió y se llevó el guante donde había recibido el golpe. En ese momento podría haberle golpeado en el pómulo y haber terminado ya. Pero no lo hizo, necesitaba el dinero. El público gritó y aplaudió, todos salvo el negro de la tercera fila, que se removió en su asiento. El Búfalo se protegió con los brazos y bailó alrededor del otro boxeador. Decidió permitir que le golpeara. El guante impactó contra su rostro. Había sido un golpe fuerte, aunque mucho peores eran los de Chocolate Smith y jamás le humilló en el ring. El público calló y solamente se escuchó un pequeño murmullo. La gente le quería, él siempre había sido consciente de ello, tal vez fuera por ser blanco en un imperio de negros. Miró a Jackson Blue Eyes, que con gesto serio se quitó el sombrero de fieltro gris y lo apoyó delicadamente en el regazo. El reloj de arena había dejado caer su último grano, tenía que dejarse noquear. En ese segundo, transcurrió por su mente toda su vida: sus primeros años en un barrio periférico de Detroit, con su padre volviendo a casa cada noche agotado de su trabajo en una fábrica de coches, sus primeras peleas en lóbregos gimnasios, primero por cigarrillos y luego por un abrigo para su madre, su descubrimiento, su derrota tan solo por puntos contra el gran Sugar, su amistad con Sinatra, su gloria, su exclusivo apartamento en Beverly Hills, sus coches caros, las chicas fáciles, el póquer, sus mareos matinales, el bourbon, su ligero temblor en las manos.
Bobby Doors se aproximó y le dirigió un derechazo directo a la mandíbula. Él ya era viejo pero todavía era el campeón, era uno de los grandes de la historia del boxeo. Necesitaba el dinero, estaba en un buen lío, pero él todavía era el mejor, y eso nadie se lo podría quitar. Con un salto a la izquierda esquivó el golpe y lanzó un gancho al estómago de su enemigo. El bostoniano se dobló de dolor y el Búfalo de Detroit masculló una blasfemia y disparó su puño contra la nariz del joven. La sangre salpicó las hojas de periódico de las señoras de la primera fila. El cuerpo de Bobby Doors giró en el aire y se desplomó contra la lona con una percusión seca. El árbitro comenzó la cuenta atrás. El público jaleaba su nombre enfervorecido. El árbitro se acercó a él y levantó su brazo. Los flashes de los periodistas le cegaban los ojos, pero pudo ver como Blue Eyes se levantaba pesadamente y se dirigía al final de la sala. Antes de salir se dio la vuelta, le miró y se recorrió el cuello con su dedazo negro.

Eulogio el Tomate

La luz llevaba ya al menos veinte minutos tamizándose a través de las cortinas de ganchillo cuando el gallo comenzó a cantar. “Este pollo cada vez se despierta más tarde. Buena fiesta se daría anoche el jodío con las gallinas”, pensaba Eulogio el Tomate cada mañana. Antes de levantarse estiró su brazo izquierdo y rastreó las húmedas sábanas vacías. Tantos años y aún no había sido capaz de desterrar aquella costumbre. Sentado sobre la cama se frotó enérgicamente los muslos con la palma de la mano y se incorporó con algo de esfuerzo. Cada amanecer le parecía que esto le resultaba más trabajoso. Vertió sobre la palangana un poco de agua y se lavó los ojos con dos dedos. Con la toalla se secó con golpecitos rítmicos y se miró en el espejo. Tenía el pelo blanco alborotado y se lo rascó con las uñas. El día anterior se había afeitado y recortado el bigote, decidió que en ese momento no le tocaba repetir. A sus años, barruntaba, la barba no le crecía tan fuerte y tan deprisa como cuando era joven, parecía que le tuviera miedo a la muerte, a la que siempre espiaba por detrás de su reflejo en el espejo. Vio colgada de la percha su gorra, una gorra negra que le había regalado su padre hacía ya más de sesenta años, un día de verano de plomo, en el que el sol fundía las meninges de las piedras. Él no era más que un niño, y cuando se colocó la gorra la visera ocultaba totalmente sus ojos, y para ver tenía que inclinar la cabeza hacía atrás. Sus amigos se reían de él, decían que le iba a cagar un gorrión en la boca. Aunque gracias a esa gorra y a la forma a la que estaba obligado a caminar fue como conoció a Laura. Ella estaba subida a un roble, sentada a horcajadas sobre una rama. Veía sus piernas libres y rumorosas, del color del cobre, y el viento le ondulaba la falda con pereza.

- ¿Qué me miras? –le espetó ella.

El sol le daba en los ojos y Eulogio percibió que los tenía verdes, como él. En todo el pueblo las únicas personas que tenían los ojos de ese color eran los Tomates, su familia. Se imaginaba la madera rugosa rascando los muslos de ella. Al llegar a casa le preguntó a su madre que si en España solamente tenían los ojos verdes los Tomates. Ella le frotó el mechón rubio que le lamía la frente y le dijo que esa era la manera de discernir a la buena gente, y que solamente en las personas de ojos verdes podría confiar.

Aquella mañana de finales de septiembre fue la primera vez que vio a Laura, y no volvió a encontrarse con ella hasta transcurridos diez años. Estaba sentado a la sombra de un olivo liando un cigarrillo. A sus pies, tan agotada como él, descansaba la vara de avellano. Todo el día vareando las ramas obcecadas y había recogido muy poca aceituna, los malos bichos habían mutilado los olivos sin piedad. El sol le caía lánguidamente sobre la cara y cerró los ojos mientras fumaba el cigarrillo. Notó un leve frescorcillo sobre la cara. Abrió los ojos y una muchacha montada sobre una mula le hacía sombra.

- ¿Qué me miras? –preguntó ella.

Sus piernas fuertes y morenas abrazaban el lomo del animal. Tenía los ojos verdes.
Dio una larga chupada a su cigarrillo y lo arrojó lejos de un capirotazo. La mula se barría la grupa con el rabo. Las mejillas de Eulogio se arrebolaron.

- ¿Quieres casarte conmigo? –preguntó él.

- ¿Por qué? –replicó la muchacha después de soltar una risotada.

- Porque sólo puedo confiar en las personas de ojos verdes.

Fue una de las bodas más recordadas del pueblo. Aunque en casa de los Tomates en ocasiones no había guardada ni una perra, nunca les había faltado de nada. Aquel día los parroquianos comprobaron una vez más la generosidad de la familia. Nadie conocía a Laura, pero todos estuvieron de acuerdo en que Eulogio había encontrado una auténtica hembra, incluso aquellas jóvenes a las que ese matrimonio les había hecho llorar en sus oscuras alcobas. Aquella mujer era mucha más hermosa que cualquiera de las del pueblo, y esas caderas generosas y rotundas le garantizarían muchos hijos fuertes y sanos.

Laura fue la única mujer que no se amilanó cuando los aviones comenzaron a sobrevolar bajo. Iban camino a la capital, a bombardearla, y ella seguía ayudando a su marido en la siega. Un día se presentaron los milicianos y recogieron toda la comida que se había almacenado durante el invierno y todos los animales estabulados. Cuando acabó la guerra, llegaron los nacionales y repartieron alimentos a los habitantes del pueblo. A todos menos a Eulogio, porque se sabía que su padre se cagaba en dios a la más mínima contrariedad, decían que no era de los suyos.

- Y, ¿cuáles son los míos? –se lamentaba Eulogio-. Los unos me quitaron y los otros no me dieron.

- ¿Te fijaste? –añadía siempre como si fuera una oración aprendida en la infancia-. Ni los rojos ni los de Franco que vinieron después ni ninguno de los del pueblo que nos denunciaron tenían los ojos verdes. Por suerte te tengo a ti.

Muchos años después, cuando ya había dejado de tener a Laura, lo que más extrañaba era la luz que pintaban sus ojos, que incluso en los momentos de agonía previos a la muerte, no habían abandonado el mismo fulgor que los de aquella niña que había trepado a un árbol y balanceaba sus piernas tostadas un día caluroso de verano.

domingo, 20 de abril de 2008

Conversación entre dos borrachos al amanecer

- El miedo tiene olor.
- Ya. Y, si me apuras, hasta sabor.

Cinco mil bolivitas

El polvo del camino se abrazaba con pereza a los rayos del sol de aquel amanecer. Bajamos del coche con pasos demorados por el sueño y el calor que ya empezaba a notarse. Una música de rancheras envolvía el aire cargado del pueblo. Un hombre pequeño nos cerró el paso. Su andar titubeante y su andar arrastrado nos hizo suponer que se hallaba borracho. No supe discernir si su embriaguez se estiraba desgarrado desde la noche anterior o si se encontraba en un pleno y miserable apogeo matinal. Sin embargo, en su mirada se entremezclaban la turbidez del alcohol y una extraña fuerza que era capaz de penetrarnos. Apenas éramos capaces de entender su hablar balbuceante, únicamente comprendíamos algo así como que lo íbamos a encontrar, y un repetir incansable como una letanía:
- Me llamo Juan Vizcaíno.
Secretamente, los tres deseábamos que aquel hombre minúsculo y ebrio nos permitiera comenzar la búsqueda.
- No se pongan bravos -nos dijo mirándonos a los ojos-. Lo van a encontrar.
Iba vestido únicamente con unos pantalones blancos medio rotos que mostraban sin pudor unas pantorrillas morenas y sucias llenas de costras. Vi con repulsión que tenía podridos los dientes inferiores. Sujetaba con la mano izquierda un puro apagado y mordisqueado con avaricia.
- Lo encontrarán, pero tendrán que darme cinco mil bolivitas para poner unos espermas.
Juan Vizcaíno percibió mi cara de extrañeza.
- Cinco mil bolivitas para espermas para los santos.
Nos miramos los tres y tácitamente decidimos darle el dinero que nos solicitaba, más que nada para que se echase a un lado y nos dejara comenzar a buscarlas.
- Pero no lleven eso. Podrían sospechar –me advirtió con un tono enigmático a la vez que señalaba el rastrillo que tenía en mi mano.
- Sospechar, ¿quién? –pregunté.
- Los santos.
Dejamos atrás a aquel extraño hombre borracho, que manoseaba el billete de cinco mil bolívares que le habíamos dado. Empezamos a andar por la playa, dirigiéndonos al lugar donde presumiblemente deberíamos haberlas extraviado. Nos cruzamos con un niño al que ofrecimos dinero por su ayuda. Asintió de manera imprecisa y continuó su camino. Me quité las sandalias. Sentía cómo me hundía ligeramente en la playa. La arena se entrometía a través de mis dedos. El sol comenzaba a apretarme, se me enroscaba como una serpiente húmeda alrededor de la frente. Lamenté no haber traído las gafas de sol.
El pueblo comenzaba a desperezarse. De cuando en cuando se veían salir hombres con ojos legañosos, mientras que el puesto de arepas iba siendo frecuentado con moderación. Miramos hacia atrás y vimos que éramos seguidos por cinco niños. Sus rostros denotaban expectación y, a la vez, cautela. Andaban a una distancia prudencial de nosotros.
Por fin, llegamos al lugar donde habíamos aparcado la tarde anterior. Se habían borrado las huellas de los coches. Miré al mar, que rumoreaba de un modo que a mí me parecía burlesco, y me sentí desesperanzado, pensé que se encontrarían en el fondo del mar, como en aquella canción infantil.
- Por aquí estábamos ayer. Diez mil bolos para el que las encuentre –ofreció Pablo a los niños.
Hundí el pie en la arena y lo moví. Los ínfimos granos en deslizaban a lo largo de mis dedos, como si se estuvieran divirtiendo lanzándose por unos toboganes.
- Aquí –dijo uno de los niños, el mayor.
Le miramos sin comprender, pero las tenía en la mano.
- Aquí estaban –nos aclaró, señalando con la mano un trozo de playa con un gesto impreciso.
Pablo sacó de su cartera un billete de veinte mil bolívares, que entregó al muchacho que las había hallado, y otro de diez mil para el resto de sus compañeros.
Regresamos por la playa. Nuestro caminar era mucho más jovial, no podíamos desdibujar de nuestros rostros una especie de sonrisa boba, irracional. Un grupo de pescadores tiraban de un peñero para reintegrarlo a la arena de la playa. El sol cabrietaba alrededor de las ondas que producía la barca y hacía brillar las brazos morenos de los hombres.
- ¿Las encontraron? –nos gritó uno de los pescadores soltando la cuerda.
- Sí, aquel niño –le respondí señalando al muchacho que, tímido, empujaba la vista hacia el mar.
- Qué bueno. ¿No podrían darnos algo para una botella de ron, para la gente del pueblo?
Pablo sacó del bolsillo un billete de diez mil bolívares y se lo entregó.
Al llegar al coche, la música de rancheras había cesado. Preguntamos por la casa de Juan Vizcaíno, y nos indicaron que era la última. Entramos en un porche arruinado y marchito. Una puerta se abría como una boca, mostrando un patio.
- Pasen. Mi hermano está en el patio –dijo una mujer menuda.
Obedecimos y allí estaba Juan Vizcaíno.
- Las encontraron, ¿verdad? –nos preguntó con aquella mirada que se le resbalaba de ebria-. Vengan. Usted aquí, usted aquí y usted aquí –dijo mientras nos colocaba apoyados sobre unas piedras.
Un niño se acercó a nosotros.
- Vete para allá, déjanos –le ordenó el hombre, y continuó, bajando la voz, casi en un susurro-. Fue una mujer. Una mujer tuvo la culpa.
- ¿Cómo? ¿Que fue una mujer quien las perdió o que una mujer trajo la mala suerte? –pregunté.
Aquel hombre pequeño asentía sin mirarnos. Repetí la pregunta.
- Soy Juan Vizcaíno. ¿No podrían darme algunos bolivitas? –respondió melodiando la voz.
- Mi hermano es muy bueno. Viene gente de Mérida para verle y pedirle su ayuda. Lo que pasa es que toma mucho –dijo la mujer que nos había introducido en la casa.
Le dimos otros cinco mil bolívares.
- Pero no le den más, que es para puro aguardiente –añadió con resignación.
Al despedirnos nos abrazó a Pablo y a mí. En aquel momento no sentí nada especial, pero no he sido capaz de olvidar aquel rostro tostado por el sol y esos ojos enturbiados de alcohol.

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